Danubio azul: Mannheim


Por Ricardo Bosque, Jokin Ibáñez y Jesús Lens

Pasamos por el puente colgante nuevo, bajo nosotros el Rin y el puerto. Miré hacia arriba, al cielo y a los cables. La noche era clara y estrellada. Al doblar desde el puente y antes de sumergirnos en las calles, por un momento Mannheim, con sus torres, sus iglesias y sus bloques de viviendas elevados, se ofreció ante nosotros. Tuvimos que esperar en un semáforo; una moto pesada se detuvo junto a nosotros. “Venga, seguimos hasta el Adriático”, gritó la muchacha desde atrás junto al casco de su amigo para hacerse oír por encima del ruido del motor. En el cálido verano de 1946 fui a menudo al lago artificial, resultado de unas excavaciones, al cual los habitantes de Mannheim y Ludwigshafen le han dado el nombre de Adriático por su nostalgia del sur. Entonces mi mujer y yo todavía éramos felices, y yo disfrutaba del sentimiento de solidaridad, de la paz y de los primeros cigarrillos. Así que todos iban siempre allí, hoy es más rápido y más fácil, después del cine para darse un breve chapuzón. No habíamos hablado en todo el viaje.

Este podría ser el relato de nuestra llegada a una nueva ciudad en esta ruta por los países de la cuenca del Danubio, ahora ya en Alemania, pero no lo es. Seremos justos y honrados y diremos la verdad, que son palabras del personaje que nos va a acompañar en nuestra visita a Mannheim: Gerhard Selb.

¿Y quién es Gerhard Selb? Pues aunque en la actualidad -hablamos, eso sí, de la década de los ochenta del siglo pasado- trabaja como detective privado, nosotros nos lo podríamos imaginar perfectamente como uno de esos miles de jubilados teutones, sonrosados y felices, amarrados a una gran jarra de cerveza, que tanto abundan en nuestras costas mediterráneas. Un tipo bonachón al que ponemos sin dificultad alguna la cara de Leslie Nielsen -si, ese tipo que todo lo hacía como buenamente podía: Aterriza como puedas, Espía como puedas…- aunque, por supuesto, sin el componente desastroso que caracterizaba los papeles que desempeñó el actor canadiense.

Sí, es Leslie Nielsen, pero podría interpretar perfectamente a Gerhard Selb

Un buen tipo, un tipo encantador, entrañable…

Claro que, si volvemos la vista atrás, supongo que el concepto que tendríamos de él sería muy distinto, pues a un fiscal nazi se le puede asociar cualquier adjetivo menos esos anteriores de «bonachón», «encantador» o «entrañable». Porque fiscal nazi es lo que era nuestro amigo entre 1942 y 1945, poco después de haber resultado herido en la campaña de Polonia. Pero, claro, todo el mundo tiene derecho a rehabilitarse y tal vez sea eso lo que nos lo haga tan agradable como el abuelo de Heidi -nótese aquí lo bien traído que está el símil ya que acabamos de abandonar el país de los relojes de cuco-, pues Selb no quiso volver a la carrera judicial de la que fue separado al final de la guerra, al contrario que muchos de sus ex compañeros que, en lugar de sentimiento de culpa únicamente tenían la sensación de que su despido había sido injusto y la reincorporación era una especie de desagravio, algo que a nuestro protagonista le daba asco. Como él mismo dice en la última entrega de su trilogía, sólo quienes están siempre en paz consigo mismo y con la ley pueden vivir sin conciencia, pues ésta es la herramienta de la que dispone el hombre para ponerse en paz consigo mismo cuando no lo está.

¿Y quiénes pueden acompañar -y acompañarnos a nosotros, lectores de lo criminal- a un hombre que a los setenta años sigue ejerciendo como detective? Pues gente como él, de su misma quinta: un policía a punto de jubilarse, un cirujano con maneras de playboy a quien la edad todavía no le impide correr detrás de la primera enfermera que se le pone a tiro, una traductora de alemán y francés nacida en tiempos de Maricastaña que le presta a su nieto para que colabore con él… Pero Selb, a pesar de sus años, todavía es capaz de ocultarse en el maletero de un coche sin miedo a la artrosis que seguro padece, arrojarse al río desde la borda de un barco en marcha y llevar a cabo otras peripecias más propias de James Bond que de un usuario de los viajes del Imserso.

Junto a todos ellos recorreremos una ciudad que perfectamente podría representar el tópico alemán de organización estricta, pasión por el orden y las estructuras rigidas -coloquialmente, para que nos entendamos, personas sumamente cuadriculadas- ya que el centro de la localidad, con forma de herradura, se distribuye en 144 cuadrados perfectos que dan lugar a toda una serie de calles identificadas por una letra y un numero. A7. R5. T6… En realidad, cada calle tiene su nombre y apellido, pero pocos vecinos -tal vez algún taxista-  los conocen: todo el mundo se refiere a ellas como si estuvieran en una interminable partida al juego de los barcos.

Mannheim es, como tantas otras alemanas, una ciudad altamente industrializada -no en vano allí el barón Karl Freiherr von Drais construyó la primera bicicleta en 1817 y un tal Carl Benz el primer vehículo a motor en 1885. Se ve que, a los nativos, lo de caminar no les va mucho-. Por ello, por lo de la industrialización, no por la falta de ánimo para caminar, no es de extrañar que el primer caso al que Gerhard Selb deberá enfrentarse le llegue por encargo de una gran industria farmacéutica en la que trabajan cien mil personas, de una de las cuales se sospecha es el hacker informático que está causando la pérdida de miles de marcos mediante acciones que podrían calificarse como gamberradas si no costasen dinero: doblar la nómina de algunos de los empleados, alterar las vacaciones de otros…

Selb aceptará el caso a pesar de no saber una palabra de informática. Pero no va de informática la cosa, sino de ecología, empresa, política, relaciones laborales… Y recuerdos, pues la investigación le llevará -parecía inevitable- a visitar su propio pasado, ese pasado que tantos alemanes pretenden dejar de lado, como si nunca hubiera sucedido.

Decíamos antes que Gerhard Selb protagonizó una trilogía –La justicia de Selb, El engaño de Selb y El fin de Selb, la primera escrita por Bernhard Schlink y Walter Popp, las dos siguientes por el primero de ellos en solitario- y nos gustaría destacar la última de ellas por lo que supone de vuelta a los orígenes, de mayor implicación personal por parte de este fiscal arrepentido de haberlo sido, ya que la novela nos obliga a clavar los ojos en el retrovisor para ver lo que millones de alemanes no quisieron contemplar en su momento.

Bernhard Schlink

Bernhard Schlink deja claras sus intenciones desde el inicio con este cierre de trilogía cuando hace que su detective septuagenario sea la persona elegida para investigar en los archivos del banco Weller y Welker por encargo de su presidente. ¿La excusa? Que, con motivo del bicentenario del banco, se pretende publicar un libro sobre la historia de la entidad y en él deberá figurar algo sobre el socio que contribuyó, a finales del siglo XIX, a salvar una grave crisis económica que a punto estuvo de hacer quebrar al banco. Pero nadie sabe nada de dicho socio, y Selb será el encargado de averiguar algo al respecto. Pero, ¿por qué no se encarga Shuler, el archivero que lleva trabajando cincuenta años para los propietarios?, se pregunta el detective consciente de que se trata de un trabajo más propio de historiadores.

Así, Selb se verá obligado a escarbar en la historia más reciente del país y en su propia memoria, a viajar a los años en que miles de ciudadanos fueron despojados de sus bienes y de sus vidas mediante la compra a precios ridículos de sus empresas o su incautación directa. Años en los que, quien más quien menos, decidió mirar hacia otro lado. Años en los que algunos banqueros beneficiados por la rapiña nazi tuvieron la «deferencia» de proporcionar una salida del país a sus perseguidos socios, una manera como otra cualquiera de tratar de lavar sus conciencias.

Años que, esperamos, jamás vuelvan.

Nosotros tomamos un tren ahora, un tren mucho más cómodo que aquellos en los que viajaron -tratados peor que el ganado- esos cientos de miles de ciudadanos a los que Selb tuvo que recordar en sus investigaciones. Y lo hacemos para llegar a una ciudad en la que nos esperan, como embajadores de excepción, un medio turco y una medio española. Mestizos, entonces. No del todo alemanes, ya ven ustedes lo que son las cosas.

Ruta completa: Viena – Zúrich – Mannheim – Fráncfort – Berlín – Hamburgo

 

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