Por Ricardo Bosque, Jokin Ibáñez y Jesús Lens
Antes de abandonar Vigàta llamamos a Florencia, a la comisaría de Florencia para ser más exactos. No podemos ver las caras de quienes atienden la centralita ni de quienes están presentes en la brigada de Homicidios -se trata de una llamada telefónica, no de una vídeo conferencia- pero, a pesar de todo, conseguimos notar una expresión de estupor en la cara de todos aquellos policías con quienes vamos hablando. Nadie nos da la información que pedimos, nadie parece conocer a quien buscamos, todos nos pasan con otro compañero que lleva más años en el departamento. Por fin, llegamos hasta un apellido que nos resulta familiar: Piras. Y con él quedamos en vernos en cuanto lleguemos.
Volamos de Sicilia a Roma para tomar en Termini (Termini, siempre será Termini por mucho que algunos alcaldes de misa diaria la pretendan rebautizar como Juan Pablo II, te quiere todo el mundo) un tren que nos lleve a nuestro nuevo destino. Hora y media más tarde entramos en la estación de Florencia, muy cerca de la plaza de Santa María Novella, tiempo que aprovechamos para ojear una vez más los cuatro libros y el cómic que cargamos en la mochila.
A pocos metros de la estación nos topamos de bruces con la basílica de San Lorenzo y su capilla de los Medici, rodeada por los tenderetes de venta ambulante en los que comprar las mismas camisetas con los mismos eslóganes que en cualquier otro lugar del mundo -civilizado o no- adaptadas en cada caso a la ciudad en la que nos encontremos.
Tenemos serias dificultades para desplazarnos por las calles estrechas, sobrecargadas con miles de turistas dispuestos más o menos ordenadamente en interminables filas que parecen entrelazarse sin remedio: la de la citada capilla, la del cercano Duomo, la que forman en la vía Ricasoli quienes quieren visitar la galería de la Accademia, la de la galería Uffizi, la que cruza el puente Vecchio y llega hasta el palacio Pitti…
Nos miramos sin saber muy bien qué decir: esto no es lo que veníamos a ver, esta no es la ciudad que esperábamos conocer, la de las calles mucho menos concurridas que hemos visitado en los libros que nos han traído hasta aquí.
Confundidos y sin embargo hambrientos, entramos en una trattoria, donde damos buena cuenta de un conejo a la cazadora que acompañamos con un tinto de la Toscana. Consultamos y sincronizamos nuestros relojes: las tres y media. Quedan treinta minutos para que nos veamos con Piras, el joven ayudante del comisario Franco Bordelli, con quien hemos quedado en un café cercano a la cuadrada y porticada plaza de la República.
Entramos al local y buscamos con la mirada a un muchacho de unos dieciocho o veinte años, de cabellos negros y alborotados, que así es como imaginamos al joven policía sardo. No vemos a nadie que responda a esas características; de hecho, en el bar sólo hay un hombre sentado a una mesa, un individuo un tanto cargado de hombros, casi completamente calvo y con aspecto de llevar jubilado toda una eternidad. El abuelo sonríe y nos hace un gesto con el brazo derecho. Nos acercamos a él, se levanta de su silla y nos tiende una mano con manchas de vitíligo. Mi nombre es Piras, nos dice.
Ahora somos nosotros quienes nos miramos estupefactos. Por supuesto, al principio no podemos creer a quien dice ser Piras, pero de pronto caemos en la cuenta de que los casos protagonizados por el comisario Bordelli y su ayudante se desarrollaron en los años sesenta, de ahí que la Florencia que hemos conocido a través de ellos sea una ciudad pobre, con una posguerra todavía cercana, sin la masa de turistas que actualmente abarrotan sus calles y hacen fila para ver el marmóreo y blanco culo del David de Miguel Ángel.
Florencia, la Florencia que Marco Vichi -padre literario de Bordelli y Piras- nos presentaba en sus novelas era por aquel entonces una ciudad provinciana en un país que comenzaba a sacar la cabeza del duro caparazón en que la había sumido la guerra, en parte mundial, en parte civil, arrastrada por las ambiciones de un fanático mediocre con aspiraciones de emperador. Una ciudad en la que el hambre de una posguerra demasiado larga hacía que surgieran por doquier personajes marginales, un tanto ingenuos, incapaces de olvidar lo sucedido veinte años atrás y propensos a acumular recuerdos suficientes para contar a varias generaciones de nietos: lo que se suele calificar, con cierto aire burlesco, como «las batallitas del abuelo», vaya.
Piras suelta una carcajada cuando comprueba que, por fin, somos consciente del tiempo transcurrido. Nos ofrece asiento y, con un inapreciable gesto de cabeza, pide al camarero que nos sirva lo mismo que él está tomando: una grappa casera que se reserva para los clientes de toda la vida.
Bordelli tiene ya más de noventa años, hace mucho que se retiró, aclara Piras. Ayer mismo le visité en su casa, añade. Hace tiempo le propuso que lo mejor sería ingresar en alguna residencia, pero Bordelli le contestó que prefería seguir rodeado de sus amigos de siempre: Rosa, la prostituta que supo retirarse tras hacer unos ahorros y que tiene su misma edad; Botta, el delincuente que aprendió cocina internacional en las mejores cárceles de todo el mundo -la última vez que fue puesto en libertad fue hace casi veinte años, nos explica Piras, que los viejos debemos estorbar hasta en el trullo-; Canapini, el raterillo que tantos favores y dinero debe al comisario… Diotivede, el forense que le ayudaba en todos sus casos, murió años atrás: parece ser que su cuerpo no resistió el último atracón de esa sopa lombarda que tanto le gustaba, esa sopa tan poco recomendable en un agosto caluroso.
Por fin encaja todo: como bien nos recuerda Piras, Bordelli tenía 53 años en 1963 y seguía soltero a tan tierna edad. Y Piras -ya jubilado, según nos dice, pero incapaz de estar un solo día sin pasarse por su comisaría, de ahí que hayamos podido hablar con él por teléfono- era en aquel entonces un jovenzano de dieciocho, un paleto recién llegado de Cerdeña, donde vivía con su padre. El comisario -nos recuerda con nostalgia el viejo Piras- enseguida reconoció en su apellido el de su fiel compañero de trincheras cuando combatían contra los nazis, aquel con el que vivió todas las calamidades que el propio Piras tuvo ocasión de conocer por partida doble, primero de labios de su padre en Cerdeña y luego de boca del propio comisario, que en cuanto se juntaba con los de su quinta para comer se convertía en una máquina de referir anécdotas de la guerra.
Una pareja, extranjeros como nosotros, se ha sentado a un par de metros de nuestra mesa. El chico saca de un bolso un paquete de cigarrillos y se lleva uno a los labios. La mirada fulminante que le lanza Piras nos recuerda que el joven que ahora ya no lo es no permitía ni siquiera a su jefe fumar delante de él, mucho menos en el interior del destartalado coche con el que solían recorrer Florencia en los buenos tiempos. Cuarenta años después el tiempo le ha dado la razón y es el propio camarero quien le indica al muchacho que el interior de cualquier lugar público como su bar es un espacio libre de humos.
Varias grappas después nos despedimos de Piras, encantados con sus explicaciones si bien un tanto decepcionados por no haber podido conocer al comisario -hace tiempo que prefiere no recibir en su caso salvo a los más íntimos, de los que cada vez le quedan menos, nos aclara el sardo- ni la ciudad en la que tantos casos resolvió. Pero antes de salir del bar, le preguntamos por la trattoria Da Cesare, esa en cuya cocina solía comer Bordelli unos exquisitos espagueti con almejas o mejillones, el bacalao a la livornesa y otros manjares siempre caseros. Nos gustaría cenar allí, le explicamos.
Piras nos mira con ojos resignados: Totó la traspasó hace unos años, poco antes de morir, porque también él está criando malvas. Ahora es un bufé libre de pasta y pizza. Mucho diseño pero una puta porquería, remata.
Poco tardamos en comprobar cuánta razón tiene Piras, al menos en la evolución gastronómica de la ciudad: ya no queda casi nada de aquellos locales sencillos que servían comida familiar, ahora lo que se cuida al detalle es la decoración, incluso la de la norcineria -un a modo de charcutería pero de diseño esmerado y precios prohibitivos- de la calle San’t Antoninio por la que pasamos para llegar al hotel en el que dormiremos antes de salir para Milán, y en cuyo escaparate podemos ver a cuatro cerdos disecados sentados a una mesa, ataviados con sus mejores galas y aliméntandose de embutidos. Cerdos caníbales, podríamos decir.
Mañana, ya hemos dicho, salimos hacia Milán y ahora ya vamos avisados para no sufrir una nueva decepción: supongo que encontraremos una ciudad muy diferente de aquella en la que vivió, también en los sesenta, el doctor Duca Lamberti.
Tempus fugit, que dirían los romanos.
Ruta completa: París – Marsella – Cagliari – Vigàta – Florencia – Milán – Venecia – Atenas – Estambul – Argel – Tánger
Muy bueno el repor.
Muchas gracias