Por Ricardo Bosque, Jokin Ibáñez y Jesús Lens
Salimos de la modesta estación de Florencia y llegamos a otra que deslumbra por sus dimensiones: doscientos metros de fachada, veinticuatro plataformas, más de trescientos mil pasajeros diarios… Todo ello envuelto en una mezcla de estilos, entre los que destacan el art deco y el art nouveau que no consiguen ocultar el espíritu mussoliniano de la construcción. Como mussoliniana es la plaza que nos encontramos al salir al exterior, uno de esos espacios concebidos para albergar concentraciones de miles de personas vitoreando a su líder, la plaza Duca d’Aosta.
Como amplia, fría e impersonal es la avenida por la que nos encaminamos desde este punto al centro de Milán, una ancha vía flanqueada por edificios casi idénticos de seis alturas que apuntan a dos torres en el horizonte marcando la entrada a una zona de la ciudad mucho más bulliciosa e interesante, un pequeño caos en el que el tranvía de color naranja que parece seguirnos desde la estación lucha por abrirse hueco entre una maraña de coches, motos, bicicletas y peatones.
Hemos llegado a nuestro primer destino de la jornada, el entorno de la plaza Cavour. Pero antes de entrar en faena nos detenemos en la cafetería Alemagna de la calle Manzoni y recobramos fuerzas con unos emparedados típicos de huevo, salmón y caviar. Las vamos a necesitar si queremos enfrentarnos a un tipo duro y ciertamente violento como el que nos espera en la comisaría de la calle Fatebenefratelli.
El tipo duro y ciertamente violento es un tal Duca Lamberti, médico de profesión aunque retirado de la misma tras ser juzgado por ayudar a morir a una anciana enferma de cáncer. Un tipo que se define así mismo de este modo al final de la última novela de las cuatro que protagonizó:
No soy un buen médico, ni un buen policía. Como médico he conseguido que me arrojaran del Colegio y una de las operaciones más importantes que he llevado a cabo ha sido la reconstrucción del himen de una prostituta. Como policía he conseguido que te estropearan la cara de esa manera brutal y ahora no he podido impedir, no he llegado a tiempo para impedir la carnicería que ha hecho ese pobre viejo para vengar a su hija.
A Lamberti le conocemos recién salido de la cárcel. Sin posibilidades de trabajar como médico y teniendo que mantener a su hermana Lorenza y su sobrina, no le queda más remedio que aceptar lo que le ofrece el doctor Carrua, un policía compañero de su padre: hacerse cargo de la rehabilitación del hijo alcohólico de un poderoso empresario milanés. Lamberti querrá saber cuándo su cliente se ha echado en brazos de la bebida, lo que le lleva a conocer el secreto que oculta el joven. Para ir más allá, tendrá que aceptar la colaboración de dos personajes que seguirán a su lado en el resto de novelas por él protagonizadas: Mascaranti, un policía de origen siciliano tan violento como Lamberti y Livia Ussaro, la mujer que, con el tiempo, se convertirá en su compañera sentimental.
Con Lamberti, Mascaranti y Livia recorreremos la Milán de los años sesenta, nada que ver con la ciudad que conocemos como capital financiera de Italia, escaparate del lujo y el diseño y una las pasarelas de moda más importantes del mundo. En su lugar, lo que encontraremos será una ciudad provinciana, gris, en pleno despegue inmobiliario, con pocos turistas y mucha prostitución, instalada día y noche entre Arco Sempione y el castillo de los Sforza y por las tardes en pleno centro, en los alrededores del Duomo y la Galleria Vittorio Emanuelle II. Una prostitución siempre en manos de bien estructuradas redes criminales porque, como dice la propia Livia “No puede existir una prostitución privada. La mujer es una mercancía demasiado solicitada, representa un factor económico y social demasiado vivo para que no se cree a su alrededor toda una estructura de intereses».
Lamberti, no podía ser menos dadas sus personales circunstancias, no confía en la justicia, más bien prefiere tomársela por su mano aunque no siempre pueda hacerlo y tenga que limitarse a encontrar y detener a los culpables de los delitos que investiga. Delitos siempre sórdidos, llegando al extremo cuando en la última de sus novelas nos enfrenta al rapto y explotación como prostituta de una joven de veintiocho años, metro noventa y cinco de altura, noventa y cinco kilos de peso, ninfómana y con una edad mental de menos de diez. Sin duda, la más dura de todas las novelas protagonizadas por Lamberti, un Lamberti en estado puro que nos ofrece una justificación excelente a la elección de uno de los títulos, en nuestra modesta opinión, más conseguidos de la historia de la literatura criminal:
Duca no hizo ningún comentario. Aun cuando se sentía estupefacto, comprendía vagamente que la afirmación era exacta. Un viejo milanés trabaja siempre, cada día, durante toda la semana, aunque sea una semana reducida. Si lleva a cabo algo fuera de lo normal, lo hace el sábado.
El escritor italiano aunque nacido en Kiev Giorgio Scerbanenco -padre literario de Lamberti- les hizo protagonizar cuatro novelas, las cuatro publicadas originalmente en los años sesenta: Venus privada, Traidores a todos, Muerte en la escuela y Los milaneses matan en sábado.
Cuatro estupendas novelas que, todo hay que decirlo, no han envejecido bien, pues leídas con ojos del s. XXI las encontraremos repletas de lo que ahora consideramos lenguaje políticamente incorrecto, más concretamente sexualmente incorrecto. Porque, claro, hablar de mutante, invertido, pederasta o monstruo para referirse a un homosexual, o de subnormal para lo que solemos llamar actualmente disminuido psíquico suena un poquito fuerte, ¿no? Claro que, ¿quién está hablando en esos términos, Scerbanenco o Lamberti? La duda permanente a la que nos enfrentamos cuando leemos a ciertos autores.
Y es que, quien busque una lectura cómoda, complaciente, simplemente un caso a resolver y con el que matar el tiempo… No, Lamberti no es de esos, Scerbanenco no es de esos. Lamberti deja en ocasiones mal sabor de boca, un sabor agrio, tal vez por el exceso de violencia, tal vez por el “clasismo” que destila a la hora de despreciar a ciertos delincuentes y a admitir a otros en función de su modo de proceder.
Lecturas desagradables, quizás, pero lecturas necesarias que no conviene obviar ni aplazar.
Nos vamos ya. De nuevo a la estación, a tomar un tren que nos llevará hasta la conocida como “perla del Adriático”, ciudad en la que conoceremos a un policía que representa la antítesis de Lamberti en cuanto a modales, procedimientos y gentes de las que se rodea. Pero antes, un fragmento de Traidores a todos muy descriptivo de la ciudad en la que vivió Lamberti, la ciudad que retrató como nadie Scerbanenco:
Hay gente que todavía no ha comprendido que Milán es una gran ciudad —dijo a Mascaranti—. No han entendido aún el cambio de dimensiones. Algunos hablan de Milán como si terminara en Porta Venezia o como si la gente no hiciera otra cosa que comer panettoni opan meino. Si uno dice Marsella, Chicago o París, éstas sí que son metrópolis con muchos delincuentes, pero Milán no. A cualquier estúpido no le da la sensación de gran ciudad y todavía buscan lo que llaman color local, el brasero y cosas por el estilo. Olvidan que es una ciudad de cerca de dos millones de habitantes, con un aire internacional, no local. A una ciudad tan grande como Milán, llegan malvados de todas las partes del mundo, y locos, y alcohólicos, drogadictos, o simplemente desesperados en busca de dinero que alquilan un revólver, roban un coche y asaltan un banco gritando: «¡Todos al suelo!», como he oído que se debe hacer. El crecimiento de una ciudad tiene muchas ventajas, pero también habría que hacer muchos cambios.
Ruta completa: París – Marsella – Cagliari – Vigàta – Florencia – Milán – Venecia – Atenas – Estambul – Argel – Tánger
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