Esta reseña, casi impresionista, intenta reflejar lo que yo experimenté en la oscuridad de la sala…
Tengo cincuenta años y nunca sonrío. No recuerdo la última vez que lo hice. Llevo tiempo divorciada del malnacido de Charlie. Me llamo Mildred Hayes.
Desde la violación y asesinato de mi hija Ángela, de apenas 17 años, mi apellido encabeza un expediente raquítico que ha pasado a engrosar la lista del número de crímenes sin resolver que, cada año, se acumulan en despachos y comisarías de todo el país, para mayor descredito, y vergüenza espero, de sus agentes. Así debería ser.
Pero en Ebbing, Missouri, las cosas parecen discurrir de otra manera. Los responsables de nuestra seguridad, en absoluto preocupados por su inoperancia, se limitan a culpabilizar de todo delito violento a forasteros que estaban de paso (según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC, mientras que los hombres son asesinados por alguien que ni siquiera conocen, casi la mitad de todas las mujeres víctimas son asesinadas por personas próximas a ellas) y a malgastan el dinero de nuestros impuestos dedicando su tiempo y esfuerzos a hostigar y apalear negros, su actividad favorita.
En apariencia todo sigue igual. Pero yo no, yo he cambiado. Mi vida se detuvo el mismo día, a la misma hora y en el mismo pedazo de tierra en el que apareció el cadáver de Ángela. No le dejé el coche. “Pues me iré andando. Ojala me violen por el camino” (más del 70% de las violaciones son cometidas por conocidos de la víctima), me gritó ella. “Sí, ojala lo hagan” le grité yo… ¡No puedo respirar, me ahogo!
Camino, hablo, me alimento… pero estoy muerta. ¿Qué me mantiene en pie? Un cóctel explosivo de odio, dolor y sed de venganza. Quiero que el cabrón que violó y asesinó a mi niña pague por lo que le hizo. Quiero justicia.
Pero han pasado más de seis meses y nada. No hay culpables. No hay sospechosos. Nadie ha sido arrestado.
Cada día cruzando por ese lugar, sin parar de preguntarme quién, cómo, por qué… y de repente se me ocurrió. Me asesoré, pague el primer mes y me dispuse a aguantar los envites que se avecinaban. Escritas en negro, sobre un fondo rojo sangre, tres simples frases sobre tres vallas publicitarias consecutivas, colocadas a la entrada del pueblo, resultan tan efectivas para espolear a un departamento de policía aletargado, como para despertar la conciencia dormida de la comunidad entera.
Violada mientras moria
¿Y todavía no hay detenciones?
¿Cómo, Jefe Willougby?
Mi dolor y mi rabia flamean sobre el verde paisaje de Ebbing. Mi descontento como madre es visible desde cualquier lugar. El orden se ha alterado. Ahora la paz ni está con vosotros ni con mi espíritu.
Como era de esperar, el primero en acudir fue el aludido Jefe Willougby. Me dijo que, aunque pensara lo contrario, el asesinato de mi hija le importaba, que el ADN encontrado no figuraba en ninguna de las bases de datos policiales (es frecuente que el violador conozca a la víctima de antemano, no siendo extraño que pertenezca a la familia o al entorno más cercano) y que muchos casos quedaban sin resolver por falta de pruebas. A continuación me pidió que retirara los anuncios.
Luego vino el cura. Me aseguró que todos los buenos vecinos estaban conmigo, me reprochó mi alejamiento de la iglesia y me recordó que Willougby se moría. También me pidió que los retirara.
Después le llegó el turno al racista, machista y violento agente Dixon. Éste, poco amigo de pedir, me lo exigió con amenazas y malas formas.
Me lo rogaron mi hijo y mi ex marido.
Me lo reclamaban a gritos todos los habitantes del pueblo con sus mudos reproches en la mirada.
¿Por qué no lo hice?
Simplemente no podía. ¿Cómo sino me mantendría en pie? ¿De dónde sacaría la fuerza para no dejarme vencer por el desaliento y la pena?
Soy perfectamente consciente del dolor de los demás, pero mi propio dolor me incapacita para proporcionar consuelo a otros…
Tristeza, mucha, es lo que la tragedia de Mildred, con sus tres anuncios, su mono gris, casi de presidiaria, su rostro reseco y su punzante contención emocional, despertaron en mí.
El sarcasmo y la ironía, que los hay, solo fui capaz de apreciarlos una vez acabada la película.
«Aún no hay detenciones… ¿Será por qué Dios no existe, el mundo está vacío y no importa lo que hagamos?», reflexiona Mildred. «Espero que no», se dice a sí misma. Y se abre un resquicio para la esperanza y la posibilidad de cambio.
¡Impresionantes Frances McDormand y Sam Rockwell!
Un peliculón. Lo vi el otro día y me encantó.
Me alegro Juan Carlos. Un saludo.
Merecidísimo Oscar. ¡ Bien por Frances!