Hubo un tiempo en que los suecos todavía no estaban inventados. Y no se crean que les hablo del pasado más pasado, de la prehistoria o algo por el estilo. No, simplemente tenemos que remontarnos a los primeros años del milenio -de este milenio, quiero decir- para comprobar que, salvo Mankell o la pareja formada por Wahlöö y Sjöwal -dos autores ya prácticamente olvidados por aquellas fechas salvo para los aficionados al género con unas cuantas canas en la cabeza- era complicado encontrar un sueco o nórdico en general en las estanterías de cualquier librería del país.Por aquel entonces se estilaban los italianos, y no había editorial -originales que son ellas- que no contase con alguno en el catálogo. Ahí estaban los Camilleri, Carlotto, Lucarelli, Vichi, Varesi…De todos ellos ya solo nos quedan Camilleri y Carlotto -y que nos duren, por favor-. Al resto, como si se los hubiera tragado la tierra en aquel terremoto de L’Aquila. Pero antes de sucumbir a las modas editoriales, los italianos nos dejaron un ramillete de personajes, algunos francamente prescindibles, otros imposibles de olvidar, como Montalbano, Buratti, Bordelli, De Luca, Soneri… y Efisio Marini, uno de mis favoritos aunque tal vez el menos conocido de todos ellos.Efisio Marini nació en Cagliari en 1835, y murió en Nápoles en 1900. Hijo de una familia de comerciantes, estudió medicina y pasó a la historia por sus investigaciones en la conservación de cadáveres -o partes de ellos- mediante un procedimiento de petrificación similar al que la naturaleza utiliza para convertir animales y plantas en fósiles. Podríamos decir que su obsesión fue siempre aplazar la muerte o, al menos, sus destructivos efectos en la carne, algo que despertó las burlas de sus coetáneos, tal vez movidos por el miedo o la superstición.
Y Efisio Marini fue el personaje al que el también italiano Giorgio Todde convirtió en protagonista de cuatro excelentes y originales novelas de esas que se publicaron en España a principios de la década pasada: El estado de las almas, Miedo y carne, La mirada letal e Y qué amor no cambia, todas ellas editadas por Siruela.
El planteamiento inicial de la primera de todas ellas, centrada en un pueblo en el que siempre habitaban 164 personas -cuando nacía alguien otro moría así, como por casualidad- me fascinó. Sobre todo cuando una de esas muertes que debían compensar la aparición de un nuevo ciudadano de Abinei -el pueblecito sardo en el que se desarrolla la acción de El estado de las almas– despierta las sospechas de Pierluigi Dehonis, a la sazón médico del lugar, que descubre que la anciana elegida por el Destino para dejar sitio libre a una nueva alma ha sido envenenada por un curioso procedimiento: la ingesta de una hostia consagrada pero, evidentemente, en mal estado para el consumo humano.
Y ahí es donde entra en escena Marini, reclamado por el médico suspicaz, que nos acompañará en un fascinante viaje por una isla que, a finales del siglo XIX, todavía no era la residencia de verano de Berlusconi ni el lugar en el que pasar las vacaciones por los Aznar, Agag, Briatore y otros famosos sino un lugar bastante más inhóspito en el que lo mismo puede morir una vieja a hostias -perdonen la expresión, pero es la cruda realidad- que un abogado de miedo -no es que sea un abogado de miedo, es que muere, literalmente, de miedo, en la segunda de la novelas-, un pobre hombre destripado o una joven de cólera.
Una isla que -como se dice en una de las novelas- no queda claro si se trata de territorio fronterizo o si está construida a partir de restos, fabricada con “prerromanos pálidos, árabes con pómulos y rizos procedentes de las costas africanas y unos cuantos de raza clara y civilizada, aunque chamuscada por el calor meridional».
Cuatro peculiares y maravillosas novelas que tal vez no sean del gusto de los más ortodoxos del género y que, si no las ha leído ya, tal vez pueda encontrar en alguna estantería en las que los suecos -no los de Ikea, claro- hayan dejado un hueco libre. Para las buenas novelas. Para las que merece la pena leer.
Bueno, he durado tres horas en el trabajo por la mañana. Me gustan los contenidos. Me compré en el Salón, ya con una «buena turca», Cuerpo a tierra de Tradi y Manchette. Muy recomendable, para llevaros algo de cómic en Semana Santa. Por supuesto, mi amigo Paco Roca, volvío a ganar el Premio con «El invierno del dibujante» – compra obligada-, me llevo comisión?.
Y ahora, con Marini. Todde y yo, hablamos hace tres o cuatro años sobre otras cosas, que no tienen que ver con la novela y es muy respetusoso politicamente, le gusta…
Por el contrario, sólo he leído sus dos últimas novelas, y nop me han enganchado. Pero ya he copiado el texto de Ricardo, ya que me da una imagen diferente, y muchas veces soy yo, el culpable en una lectura.
Noemi, te haré sufrir ya que estoy en negociaciones con otra juvenil de Jonquet (creo que para esta tendrás que aprender mi idioma).
Abrazos, hoy estoy 4 de 10. Y ahora me he levantado de la cama (12:15), bueno ahora es martes…
Si me han insultado no lo sabré hasta las 10, así que me haré mi cocktail y a dormir.
Besitos. Ricardo el lunes en Catalonia tenemos fiesta, así que no publiques » Los archivos secretos de la CIA».
Bona nit
Josep Andreu
Qué razón tienes respecto a que el desembarco de novela nórdica es reciente aunque parezca que hace años que está entre nosotros.
Precisamente estoy leyendo a un sueco: Johan Theorin, «La hora de las sombras», me parece una excelente novela.
No conozco a Giorgio Todde y lo que cuentas me gusta bastante, voy a intentar encontrar alguna de sus novelas.
Saludos!!
A mí la de Theorin me pareció excesivamente lenta, la verdad. Y hablando de suecos y nórdicos en general, me atrevo a recomendar a uno diferente a los que habitualmente podemos leer: Arni Thorarinsson, islandés y responsable de una novela publicada por Ámbar en 2010 que está muy bien, con toques de humor que no suelen abundar en los del norte. Se titula El tiempo de la bruja.
De las de Todde, para mí las mejores son las dos primeras: El estado de las almas y Miedo y carne.
Tomo nota de las recomendaciones, gracias!
Pues me gusta la lentitud que va desgranando, poco a poco, pistas que no parecen tener sentido hasta que se va construyendo toda la armazón del caso. Lo que me disgusta es que la lentitud aburra, no es el caso desde mi punto de vista. Pero, claro, para gustos los colores ¿no?