Novela: «Cuando gritan los muertos», de Paco Gómez Escribano

Manu López Marañón

Hay escritores que deciden recrear sus historias en lugares bien conocidos por ellos (hoy casi nadie construye como armazón literario los engorrosos «territorios míticos» de antaño: ¿para qué? La realidad no es precisamente cicatera en regalar unas ubicaciones atractivas, que, además, ofrecen la ventaja de poder recorrerse tras la lectura). En cuatro de las novelas de Paco Gómez Escribano, incluyendo esta última –Cuando gritan los muertos–, el barrio donde nació y vive –Canillejas, al este de Madrid– no sólo funciona como impagable escenario (con sus bares, pisos, calles y parques), también acompaña a los protagonistas de una manera digamos física en las diversas peripecias, convirtiéndose en otro personaje más de la obra.

Paco Gómez Escribano se ha propuesto mostrarnos Canillejas en diferentes épocas. Así, Manguis situaba su trama en 1972, convirtiéndose su protagonista –el legendario Torre– en «el primer tomo de la enciclopedia de Historia del Barrio». Aquel desvencijado prostíbulo fundado por Torre (que albergaba su «despacho») se ha transformado hoy en el sofisticado club Venus, que brinda ya los servicios de mujeres rusas y hasta nigerianas: regentado por don Aquilino –heredero de Torre y jefe ahora del tráfico de drogas en Canillejas–, este patriarca quinqui rasca de todos lados y está siempre muy al tanto de lo que acontece en sus dominios. No hay precisión temporal en la novela, pero una referencia a la ley antitabaco de Zapatero la situaría hacia 2007, dándose un trascendente salto hacia atrás de 15 años, hasta 1992, que es cuando debió tener lugar un atraco bancario que cometieron los principales protagonistas y que desencadena los acontecimientos presentes.

Y es que «en los barrios, el decorado ha mejorado, pero sus moradores viven la misma vida de mierda» piensa Mochuelo, el narrador de esta crónica. El tiempo parece congelado en los bares de Canillejas: en la bodega del Chinao, en la de Suso y, sobre todo, en ese bar del Litri con almacén incorporado (y en cuyo interior se deciden tantos destinos). Las canciones de Juanito Valderrama han sido ya sustituidas por clásicos suburbanos como Burning y Leño, aunque también se echa mano de Jethro Tull y Guns N Roses; lo más reciente con lo que se solaza esa parroquia de tercios de cerveza y porros tripudos es Extremoduro. Los «notas» de Cuando gritan los muertos siguen vistiendo vaqueros de pitillo y playeras Yumas con sus tres rayas naranja a modo de galón, uniforme este de todo chorizo que se precie. Sin embargo, yo creo que la modernidad llegó también a las periferias, donde una mayor calidad de vida resulta evidente (conozco bien La Peña, barrio bilbaíno no muy agraciado en fisonomía pero que, tras las inundaciones que padeció en 1983, recuerda hoy a la amable banlieu parisina).

Uno de sus personajes, casi al final de la novela, rememora el pasado de Canillejas, en un pasaje que pondrá los pelos de punta a cualquier lector cuya sensibilidad no haya sido arrasada por la basura que lidera las listas de ventas. El Tente, de forma indirecta, viene a darme la razón en esto de las mejoras:

«Ve pasajes de su niñez. Chabolas hechas con cartones, uralita, chapa, cualquier cosa que sirva para proteger del frío el invierno, del calor en verano. Ve críos descalzos, mujeres lavando la ropa en un bidón, cocinando en un trípode colocado sobre una lumbre hecha de maderas de palé, hombres fumando y bebiendo que juegan a las cartas, perros sarnosos y ratas tan grandes como gatos bien alimentados, basura apilada y desparramada por todos los lados. Ve calles sin asfaltar. Ve tristeza, muerte y desgracia vagando como espectros alrededor de improvisados parques que se forman alrededor de cuatro bancos astillados que en realidad son vertederos de botellas y jeringas».

Ahora un poco de spoiler para mis fans. Tras pasar 5 años en el hospital con un tiro en la cabeza, en coma, y 10 años de talego, Julio Cortés –El Cuqui–, de 35 tacos y calvo como una bola de billar, regresa a Canillejas. Aquella bala le provoca amnesias parciales. El Cuqui, que casi a nadie ha reconocido, sí lo es por el Mochuelo y el Elena (apócope de El Enano), unos chavales que se ganan el pan con el menudeo de cocaína. El Tente, que camina con muletas porque perdió una pierna, se encuentra al Cuqui en el bar del Litri y lo abraza llorando.

15 años atrás Cuqui, Tente, el Bolas, el Brujo y el Mediahostia robaron limpiamente una sucursal del Banco de Bilbao. Dos policías, acompañados por el jefe de la operación –el Dandy– que aguardaban a los atracadores en un garaje los tirotearon nada más aparecer con el dinero. El Bolas (primo de Elena), el Brujo (hermano mayor del Mochuelo) y el Mediahostia murieron; al Cuqui le metieron un balazo en la sesera que lo convirtió en un guiñapo que se mantiene de pie mezclando Olanzapina y Trankimazin con alcohol y lonchas de farlopa, y al Tente lo dejaron cojito para toda la vida.

El Cuqui sufre estallidos de ira que lo hacen golpearse la cabeza con sus propias manos. Un día el Tente le cuenta que ve los fantasmas de sus colegas muertos en aquel tiroteo y le asegura que gritan y que sus gritos son los más tristes del mundo, que nunca ha escuchado nada igual, ni siquiera en aquellas películas de miedo que veían de niños… Cuqui y Tente deciden vengarse de quienes los han dejado así. Enterados del plan, el Mochuelo y el Elena suplican al Tente para poder ayudarlos. Los 4, con la inestimable colaboración de la Reme, comienzan a dar los primeros pasos dirigidos hacia una venganza que ellos creen obligada. Desconocen lo que está escrito, quizá a modo de aviso, en la Epístola de san Pablo a los Romanos: «La venganza es mía –dice el Señor–, únicamente yo haré justicia».

Excepto el primer capítulo, que narra en tercera persona la excarcelación y llegada a Canillejas del Cuqui, el resto de la novela viene contada en primera persona por el Mochuelo, ese simpático pillo motorizado que trafica con la coca de «Telefarla». Sostenida con airada furia por el vibrante talento de Paco Gómez Escribano Cuando gritan los muertos es otra excepcional muestra de su madurez. El maestro ha convertido Canillejas en su universo literario haciéndolo nuestro. Estamos, y hay que decirlo cuantas veces sea necesario, ante un clásico vivo de nuestras letras. Muchos aún no se han enterado. Algún día se aprenderá a leer en este país.

Cuando gritan los muertos
Paco Gómez Escribano
Alrevés

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