Novela: «La sala del crimen», de P. D. James

Noemí Pastor

Les parecerá a ustedes casi mentira, pero mi relación con la excelsa P. D. James (Phyllis Dorothy James, por si alguien quiere saber qué se oculta tras las iniciales) había sido hasta ahora prácticamente nula. Solo había leído La torre negra y ni la novela ni su protagonista me gustaron, así que no le di más oportunidades. Lo volví a intentar con La calavera bajo la piel y no tuve éxito. Lo intenté una vez más y tampoco.

Pero luego, por pura casualidad, llegó a mis manos La sala del crimen y ahí se me quedó, pegada a las manos y a los ojos.

¿Y por qué? ¿Por qué esta novela sí y las otras no? Pues quizás porque me ha gustado reencontrarme con el tono clásico de la novela de enigma británica, su erudición, su atención a los detalles arquitectónicos y decorativos, esa forma de vida tan british y tan organizada; tanto me ha gustado que me he tragado sus quinientas páginas y he soportado al cursi y don perfecto del inspector Dalgliesh, quizás porque, aunque se supone que es el prota de toda una saga de catorce títulos, en La sala del crimen, que hace la número doce, por fortuna, no sale mucho: no aparece en todas las escenas, ni siquiera en las de investigación, ni dirige el relato con su punto de vista.

Fíjate que me ha dado a mi por sospechar que para esta entrega, que, como digo, es la número doce de la saga de Dalgliesh, P. D. James ya estaba hartita de su policía poeta, así que decidió descargar el peso del relato en una narradora omnisciente que tiene cierta debilidad por la agente Kate Miskin, ayudante de Dalgliesh, que es un personaje bastante más simpático y creíble, para nada doña perfecta, sino una joven aquejada de defectillos como cierto resentimiento social: Miskin (por cierto, la narradora no la llama Miskin, sino Kate, cuando, al referirse a sus colegas masculinos, suele preferir los apellidos) es de extracción social baja y ya una de las pocas agentes de Scotland Yard que no ha pasado por la universidad. Dados sus prejuicios de clase, tiende a no ser objetiva con la alta burguesía, pero a mí eso ni siquiera me parece un defecto, sino una reacción común, lógica y justa ante una sociedad tan puñeteramente clasista como la londinense.

Bastante más grave me parece, en cambio, otra debilidad de Miskin: la que siente por su jefe. Ya os digo que no soporto a este hombre que en plena era de las tecnologías de la comunicación escribe cartas a su novia. ¡Cartas! En papel, con sobre, sello y buzón.

De hecho, lo peorcito de la novela es la peripecia personal y sentimental de Dalgliesh con su novia profesora en Cambridge: resulta insiginificante, ñoña, anticuada… Totalmente prescindible. Es más: si se eliminara, la novela ganaría, pues no es más que un apéndice, por completo ajeno al relato principal, que no interactúa con él ni lo alimenta en ningún momento.

Este relato principal, en cambio, está perfectamente organizado y planificado para desconcertar al lector y dejarle despistado hasta las revelaciones finales, quizás demasiado bruscas y efectistas, como recuerdo que también sucedía en La torre negra.

Me gusta especialmente el primer capítulo de La sala del crimen, en el que James nos presenta a sus personajes, sus vidas anteriores, sus infancias, sus vivencias, lo que los llevó al punto actual, qué hizo que sean lo que son y como son. Esas biografías condensadas, destiladas, siempre me resultan atractivas. Además, todo esto lo hace James en un tono duro, descarnado, nada amable, comprensivo ni condescendiente con sus criaturas.

James murió en 2004, a la respetable edad de 94 años. Repasados unos cuantos de los obituarios que le dedicó entonces la prensa, casi todos vienen a decir que fue especialista en la complejidad humana. Y, aunque en estas reseñas funerarias se suelen soltar muchos tópicos y muchas expresiones vacías que se quedan en nada, por esta vez coincido: esa primera parte de La Sala del Crimen es precisamente eso, un conjunto de pinceladas sobre trayectorias vitales que son todo menos simples, previsibles o planas.

En fin, que me he reconciliado con esta señora y quizás hasta con Dalgliesh, hasta tal punto que me propongo reconstruir su serie e hincarle el diente enterita. Puede incluso que le dé otra oportunidad a La calavera bajo la piel y a Cordelia Gray. Y, por supuesto, le echaré más de un ojo a su ensayo Todo lo que sé sobre novela negra.

La sala del crimen
P. D. James
Trad.: Ana Alcaina
Ediciones B
 

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