En una remota isla, a la que solo se puede acceder a través de una pasarela que desaparece cuando sube la marea, se encuentra el monasterio de Santa Inés donde, según las leyendas de la zona, la Iglesia quemó brujas en el pasado.
Desde hace mucho tiempo, en las ruinas de dicho monasterio viven aisladas tres monjas de diferentes generaciones que, junto con las ovejas de su rebaño, son los últimos vestigios de la Orden de Santa Inés («Inés» proviene del latín «Agnus» que significa «cordero»).
La llegada a la isla de un sacerdote, enviado por el Obispo con la misión de valorar la propiedad para su futura venta como centro de ocio al mejor postor, acabará con su tranquilidad y pondrá a prueba sus creencias.
Hasta ahora podría parecer que esta reseña no tiene mucho sentido en una revista dedicada a lo negro y criminal. Pero lo tiene, vaya que sí lo tiene.
Un secuestro, diferentes tipos de tortura, una investigación policial oficial y otra paralela del obispado a cargo de uno de esos curas cuya misión en la tierra, no sabemos si en el cielo, es «lidiar» con los pecados de quienes «ofenden» a la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, el hecho de que desde su llegada a la isla la vida del padre Ignatius corra peligro, convierten Corderos de Dios en un thriller, religioso sí, pero thriller al fin y al cabo.
El monasterio medio en ruinas, la atmósfera desoladora y algo siniestra, el paisaje compuesto de intrincados bosques e imponentes acantilados, los sueños, pesadillas y visiones de las tres protagonistas, su aislamiento físico y emocional, sus temores, y el aire decadente que destila, convierten Corderos de Dios en un relato gótico oscuro y tenebroso.
Margarita (Ann Dowd), la mayor y más atormentada, Iphigenia (Essie Davis), la mediana y más conciliadora, y Carla (Jessica Barden) la más joven y curiosa, viven en un mundo en el que lo pagano y lo cristiano se funden de manera natural (la estatua de Santa Inés recubierta de plantas lo simboliza perfectamente).
La regla que siguen las últimas Hermanas de Santa Inés, mezcla de fe y superstición, hace que estas monjas asilvestradas pasen del «ora et labora» (esquilan las ovejas, limpian la lana y por las noches, mientras tejen, mezclan los clásicos cuentos de hadas con sus propias y aterradoras vivencias) a sacrificar corderos y beberse su sangre.
Y eso sin hablar de cómo, cuando las circunstancias lo requieren, todas y cada una de ellas se saltan los sagrados votos de pobreza, obediencia, castidad y clausura (no necesariamente por ese orden), en ocasiones más de una vez si la necesidad aprieta. Claro que si el obispo en vez de enviar al padre Ignatius (Sam Reid), un cura recto y temeroso de Dios, sí, pero también un Adonis rubio, joven, musculado bajo su sotana y con cierta propensión a dejarse tentar, hubiera enviado a un miembro de la curia poco agraciado y peor proporcionado, probablemente las cosas hubieran sucedido de una manera menos retorcida y pecaminosa.
Basada en la novela homónima de la escritora australiana Marele Day, Lambs of God es una serie de cuatro capítulos, de unos 55 minutos cada uno, que habla de magia y religión, culpa y expiación, y donde la sensualidad, el sentido del humor y el miedo, tanto a lo conocido como a lo desconocido, juegan un importante papel.
Pese al trasfondo (aparecen en los medios de comunicación casos de abusos sexuales encubiertos por la Iglesia) y denuncia del comportamiento de las élites eclesiásticas, Corderos de Dios no es una crítica a la religión.
Es el elemento humano el que se cuestiona, no el divino, de ahí que la serie finalice con un milagro.
Y no me estoy refiriendo a que el pobre «Moisés entre los juncos» levante la cabeza cuando la hermana Carla y sus fantasías andan cerca (guiño, guiño).