Herminia Luque Ortiz
Las malas de ficción son las malas de verdad. Está más que comprobado que la maldad resulta más verosímil, mucho más creíble en la ficción que en la realidad. Y si no que se lo digan a los vecinos de la criminal de turno, que ponen cara de consternación y aseguran (ante una cámara de televisión preferentemente) que parecía tan normal, si hasta saludaba en el ascensor…y otras expresiones tan tópicas que no hacen sino demostrar la incredulidad general ante la idea de que el mal se pasee por tu barrio en forma de vecina y de esa vecina en concreto.
Las malas de ficción son mucho más consistentes. En la realidad, las malas tienen más días en los que ejercen de buenas que de malas, es decir, no ejercen el mal más que a tiempo parcial, como el típico subempleo femenino. La mayor parte de sus días están exentos de maldad y sólo un acto (o unos cuantos como mucho) las cataloga como malas, como criminales en el peor de los casos. Además, las malas reales tienen la oportunidad de arrepentirse, de expiar sus fechorías y hasta de redimirse en la cárcel, donde son simpáticas, se lavan el pelo y hacen funciones de teatro (por lo menos esa es la imagen que transmiten algunos reportajes televisivos sobre reclusas).
Las malas de ficción, por el contrario, lo son a tiempo completo. Su maldad es constitutiva y esencial, por la simple razón de que es necesaria para sostener la ficción narrativa. Imaginaos que una mala de ficción, a mitad de la novela, se os rebela como el personaje unamuniano y quiere vida propia, redención y cariño, por ejemplo, y hace todo lo posible por conseguirlos y, de paso, chafaros toda la narración. Los autores no podemos consentir eso ni de lejos. Ya es demasiado que se te enamore un personaje a destiempo o, peor todavía, que tú te enamores de un personaje, pero eso de que se te convierta en monja teresiana a mitad de novela, nada de nada monada. No sería entonces una novela lo que estaríamos escribiendo sino que se habría convertido en relato hagiográfico, en una vida de santo; género que tuvo mucho predicamento en la Edad Media pero que hoy está bastante pasado de moda.
En tiempos no muy lejanos (estoy pensando en mi adorado siglo XIX), las malas podían ser simplemente mujeres que transgredieran las normas morales de la época. Y así hay malas adúlteras (como la pobre Anita Ozores en su Vetusta norteña) o derrochadoras (como Madame Bovary, también adúltera y norteña pero de Francia), malas que abandonan a sus maridos y a sus hijos (Ana Karenina), malas que se prostituyen por puro vicio (la prostituta de La ciudad y las sierras de Eça de Queiroz, madame Colombe), o por dejar despeluchados, o sea sin blanca, a los hombres (orondos burgueses con buenos capitales ganados en sacratísimas lides) como la Naná de Zola.
En la novela negra contemporánea, la mala es sencillamente una criminal. No se anda por los caminos dudosos de la moralina: se salta las leyes a la torera sin más y comete los crímenes más atroces, todo ello sin que se les corra el rimmel (o por lo menos nunca hacen referencia a ello los escritores). Las malas de nuestros días, aunque no lo sepan, están poniendo en práctica la máxima que enunció una filósofa: el derecho al mal. El derecho al mal en su máxima expresión. La filósofa es Amelia Valcárcel, quien enunció la idea de que las mujeres tienen derecho al mal. Su argumentación es muy sencilla: si los hombres son buenos y malos, las mujeres, para ser iguales, tienen que poder ser también buenas y malas. La idea es sencillamente grandiosa. Revela un una concepción antropológica pelín pesismista (los hombres hacen el mal y esto no hay quien lo remedie) pero bastante realista si la miramos con detenimiento. Pues esta es la realidad del ser humano, capaz de hacer el bien y el mal, y si no fuera así, mira tú, no habría libertad, sólo autómatas o animalitos con instintos. De modo que Valcárcel (ojo, no confundir con presidente autonómico uniprovincial), feminista hasta los tuétanos, expresa esa idea y, de camino, se rebela contra cierto feminismo que es a vez un humanitarismo o un buenismo o un pomo de esencias morales sin más. No, señor; si las mujeres son libres e iguales en derechos, deben ser seres éticos que elijan y actúen y habrá veces en las que opten por el mal. Pues como dice el famoso adagio, “las chicas buenas van al cielo y las malas, a todas partes”.
Las malas de ficción llevan la máxima valcarceliana (mira qué adjetivo tan apropiado al tema) a su cumbre. En general, poseen unas características comunes. Voy a tratar de sintetizarlas.
En primer lugar, poseen una gran capacidad de maquinación. Iba a escribir que son maquiavélicas pero me he acordado de mi amigo José Abad, estudioso de Maquiavelo, y he visto que el adjetivo no es el adecuado. Quiero decir que son mujeres inteligentes, o con cierta listeza práctica al menos, y ponen sus cualidades al servicio de su finalidad criminal. Por regla general no hay malas tontas de remate (alguna niña criminal hay en Ágatha Christie pero ni siquiera es tonta). Las muy estúpidas pueden ser decorativas pero como elementos de la ficción narrativa dan poco juego. Está, sí, la inconsciente que puede arrastrar al mal casi sin querer, la que propicia el mal, aún dentro de su estulticia, pero ahí ni siquiera la expresión “inductora al crimen” sería correcto, por más que muchos escritores quieran empeñarse en ello. Luego están las arpías, que es como se define Cora Smith, la protagonista de El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, que induce al asesinato a su amante con esta sencilla explicación “no soy la primera mujer que ha tenido que convertirse en arpía para salir de un atolladero”.
Las malas inteligentes piensan, proyectan, se anticipan al mal. No son criaturas indolentes, muñecas preciosas (aunque a veces lo parezcan), sino criaturas de la acción y muchas veces de la pasión, pero siempre activas y eficaces. Los objetivos a conseguir, mediante sus métodos criminales, suelen ser amorosos o pecuniarios; el amor y el dinero siempre en lontananza (viejísimas motivaciones), aunque el odio o sus variantes (el despecho, los celos, el rencor, la envidia) también sean un acicate de no menores resultados prácticos. Un ejemplo de mala rematada que actúa movida por el deseo venganza (aunque ella lo disfrace de justicia) es Katarina Taxell, personaje de una novela de Henning Mankell (no diré cuál para no despachurrar el final a quien no la haya leído). Es una asesina en serie, cosa no demasiado frecuente por otra parte. Aunque, claro, hay profesionales del crimen por encargo (por encargo propio del que va a ser asesinado, suicidado más bien) como Tana Marqués que ponen su constancia al servicio de su trabajo…
En segundo lugar, las malas suelen ser hermosas. Las malas feas dan mucho menos juego; en una novela de Sue Grafton (T de trampa) la mala, llamada Solana (sí, como el ministro, Mr. PESC), no es exactamente fea, anodina más bien pero te cae mal desde el principio, desde el principio está sentenciada. Las malas bellas dan mucho morbo. Como la “esbelta y elegante” Jacqueline de Bellefort, “una criatura preciosa” que maquina nada menos que contra la vida de su amiga y compañera de colegio. Criatura de Ágatha Christie por cierto. Estas malas intrigantes tienen como santa cinematográfica a Catherine Tramell (Sharon Stone en Instinto básico) y como patrona bíblica a Salomé (aunque para los asirios sería Judith, quien dejó a Holofernes sin capacidad para ponerse corbata).
En tercer lugar, las malas, en la novela negra, son unas perdedoras. Acaban despachurrándola siempre. Los polis y los detectives las pillan y la justicia es implacable con ellas. No hay malas felices, como en Las diabólicas, de Barbey d´Aurevilly. Las malas acaban mal; son perseguidas y puestas a buen recaudo. Como la procuradora Monserrat Castellanos, en La estrategia del agua, de Lorenzo Silva, una mujer fría y despiadada; descrita desde el punto de vista psicológico como una persona con rasgos paranoides, narcisistas y psicopáticos. Un encanto de mujer a la que el brigada Vila se da el gusto de ponerle las peras al cuarto en el interrogatorio, justo antes de ponerla a disposición judicial.
En fin, las malas dan mucho juego literario. Pero, a la hora de la verdad, reza o pide a las estrellas fugaces del verano o a las matrículas capicúas que no toque una mala como vecina de rellano. O como cuñada.
Felicidades HLO por este trabajado y bien documentado post.
Como decía Mae West: ‘Cuando soy buena, soy muy buena, pero cuando soy mala soy mejor’.
Saludos
Gracias, interrobang, eres muy amable.
Lo de Mae West sí que es filosofía y no tanto Ortega y Tal.
Besos.
Estupendo post,
Excelente disección de las malas malosas, compa Herminia. Con escalpelo y sin anestesia; como debe ser, vaya… Felicidades y un abrazo.
Un placer de post Herminia. Se merece una continuacion …En cualquier caso magnifico recordatorio a las malas de la novela negra …en todas sus variedades. A la venerable viejecita que es la viuda Ravaska de Paasilinna su sobrino la llama arpia…y mala no es…pero peligrosa….
Un abrazo.
¡Excelente texto Herminia!!
Gracias a todos. Sí, será mejor que continúe con un serial de malas malísimas porque si me pongo a contar mi vida, aburro hasta a las ovejas.