Novela: «Los idus de marzo», de Thornton Wilder

Teresa Suárez

“La víctima es alguna veces la causa de la infracción y en todos los casos, el delito no puede ser bien comprendido sin tomarla en cuenta”. Dennis Chapman, criminólogo.

Si has dejado de mirar hacia atrás temiendo, y a la vez esperando, ese sobresalto que no llega. Si ya no encuentras misterios que resolver, el realismo se reduce a describir la pegajosidad de la sangre, la crítica social brilla por su ausencia y los detectives parecen clonados en China. Si, en suma, el hastío empieza a hacer mella en tu ánimo y lo insustancial de las últimas novelas negras, policíacas o  thriller (elijan lo que prefieran), amenaza con hacerte detestarlo, es el momento de parar y cambiar de género.

¡Nada como volver a los clásicos para recuperar el gusto por la lectura! Esos libros que, como decía Italo Calvino, deben leerse no por deber o respeto, sino sólo por amor. Y a ello me puse.

Pero, como adicta confesa, una es quién es y sabe que no puede vivir demasiado tiempo sin asomarse al mundo delictivo, me sumergí en una novela histórica cuyo tema central es, como no podía ser de otro modo, un crimen.

Publicada en el año 1948, Los idus de marzo de Thornton Wilder, uno de los grandes novelistas del siglo XX, está ambienta en el final de la República romana y narra los días que precedieron al asesinato de Cayo Julio César, Supremo Pontífice y Dictador del pueblo romano.

Mediante la reconstrucción de cartas personales, diarios, poemas, panfletos y pintadas en las calles, tanto de César como de sus familiares, amigos, amantes, fieles y enemigos, el autor traza, de una manera original, entretenida y con sentido del humor, el retrato de un hombre que pereció, trágicamente, a causa de su egolatría y ansia de poder.

Estoy convencida de que, si creáramos el árbol genealógico del noir, esta novela se encontraría, sin duda, entre sus antepasados. ¿No me creen? Veamos

Los idus de marzo es la crónica de una muerte anunciada (“Me cabe poca duda de que pronto o tarde moriré a manos de un tiranicida (…) Desearía fuese la daga de un patriota la que me derribase, pero estoy igualmente expuesto a las de un loco o un envidioso”).

Hay un protagonista, mitad héroe mitad villano, atormentado por la pérdida de la hija amada, una enfermedad (epilepsia) que lo hace vulnerable, el paso del tiempo y la futilidad de la vida, pero que, a su vez, ansía por encima de todo la gloria (“Para César no hay dioses y le es indiferente la opinión de sus hombres, sus prójimos. Vive para la opinión de los que han de venir detrás de él. Sus biógrafos”); un tirano a quien el pueblo comienza a detestar (“No es que, como otros tiranos, sea avaro en conceder libertad a los demás; es que siendo él altísimamente libre (…), siempre equivocado, concede demasiada o demasiado poca”).

Hay policía oficial y policía secreta que colaboran en las investigaciones e intercambian información (“Hemos detenido a doscientas veinticuatro personas que se encontraban cerca del lugar del ataque. Hemos empezado los interrogatorios. Seis hombres altamente sospechosos. Hemos empezado la tortura. Uno se mató antes de que empezásemos a interrogarle”).

Hay mujeres fatales como Clodia Pulquer, rica, inteligente, fascinante y rabiosamente guapa, que escandaliza con su comportamiento a la alta sociedad de la cual forma parte (“Saca sus amistades de las tabernas de gladiadores y bebe con ellos toda la noche, y danza para ellos, y lo demás lo dejo a tu imaginación”); o Cleopatra, reina de Egipto, “embustera, intrigante, destemplada, indiferente al bienestar esencial de su pueblo y homicida a sangre fría”, quien, en palabras del propio César, “no deja caer una palabra y no dispensa una caricia que no tenga implicación política”.

Al más puro estilo Henning  Mankell, que gustaba de involucrar al sufrido inspector Kurt Wallander en sórdidos complots que parecían no tener fin, hay una conspiración en marcha (“¡Muera César! Por nuestro país y nuestros dioses. Silencio y decisión”), tras las que se encuentran numerosos miembros del Senado, que busca brazo ejecutor (“Los romanos vuelven a clamar el nombre de Bruto (…) El hombre contra quiere se dirige la rabia de Roma no es pequeño (…) El asesino debe ser de igual talla que el asesinado (…). No hay más que un romano de esa altura, y todos los ojos están puestos en ti”).

Y, por supuesto, hay un asesinato (“Al ver que estaba rodeado por todas partes de dagas desnudas, se envolvió la cabeza con las vestiduras y, al mismo tiempo, con la mano izquierda, arregló los pliegues tapándose los pies para que, al caer, la parte baja de su cuerpo quedase decorosamente cubierta”). Ésta es una de esas raras ocasiones en las que la importancia de la víctima, además de contar con un nombre propio para el tipo de asesinato (tiranicidio) la convierte en protagonista absoluta del acto delictivo, dejando a los asesinos, por una vez, en segundo plano.

La barbarie del crimen, César fue apuñalado 23 veces (“matar a una persona con un objeto punzo cortante es un acto muy íntimo para el criminal contra su víctima, en el cual descarga toda su ansiedad, frustración, odio, pasión, ira o venganza”), inspiró a Shakespeare uno de los discursos más impactantes, bien hilvanados y duros de la historia de la literatura, el que Marco Antonio dio al pueblo romano ante el cadáver ensangrentado de César (sublime la interpretación de Marlon Brando en la película Julio César de Joseph L. Mankiewicz):

«Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas. ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los nervios. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, observad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta! Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César. ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! Ese fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, lo anonadó completamente. Entonces estalló su poderoso corazón y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo que se inundó chorreando sangre… ¡Oh, qué caída, compatriotas! En aquel momento, yo y vosotros y todos, caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nosotros. Oh, ahora lloráis, y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad. Esas lágrimas son generosas ¡Almas compasivas! ¿Por qué lloráis, cuando aún no sabéis visto más que la desgarrada vestidura de César? ¡Mirad aquí! ¡Aquí está él mismo, desfigurado, como veis, por los traidores!».

Así arengaba la madre al hijo: “La tarea del tiranicida es tarea santa; generaciones que aun no han nacido le recordarán con agradecidas lagrimas”.

Se equivocó.

El nombre de Bruto ha quedado para la posteridad como sinónimo de traidor: “¡También tú, hijo mío!”.

Los idus de marzo

Thornton Wilder
Edhasa

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3 comentarios en “Novela: «Los idus de marzo», de Thornton Wilder

      • Hola Teresa. Soy Manu López Marañón, tu compañero en Calibre. Era para decirte que en Moon Magazine buscan nuevos colaboradores. Igual te interesa. Perdona que te dé el aviso por aquí pero es que no tengo otra manera. Un abrazo y a seguir así.

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