«El asesino hipocondríaco», de Juan Jacinto Muñoz Rengel, por Ricardo Bosque

Ricardo Bosque

Juan Jacinto Muñoz Rengel se había dedicado hasta ahora, como suele decirse, a vivir del cuento, con más de cincuenta premios nacionales e internacionales a sus espaldas, dos libros de relatos publicados –De mecánica y alquimia en Salto de Página y 88 Mill Lane en Alhulia- y otros en antologías como Pequeñas resistencias y Siglo XXI. Por si fuera poco, ha coordinado y prologado libros de relatos como Perturbaciones en Salto de Página o Ficción Sur en Traspiés, además de ejercer como profesor de los Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja o dirigir programas dedicados a la narrativa más breve en Radio Nacional de España.

Todo eso hasta ahora, porque el año en el que dicen se acaba el mundo lo estrena como novelista con una obra de lo más original que hemos leído en los últimos años. Eso sí, que nadie se llame a engaño, porque no toda novela que contenga en su título la palabra «asesino» debe ser necesariamente una novela policíaca, negra, criminal o similar. Y El asesino hipocondríaco no lo es, ni falta que le hace. Más bien podríamos describirla como un vademecum del infortunio pues vean, vean ustedes cuáles son algunas de las dolencias -perfectamente descritas en todos sus síntomas- que aquejan a su protagonista: la Maldición de Ondina, que sufren trescientas personas en todo el mundo a las que impide dormir como dios manda; estrabismo, algo no demasiado positivo para alguien que se dedica al asesinato de modo profesional; un hermano gemelo, o lo que queda de él, alojado en su cuello a modo de verruga pilosa; Síndrome de Proteus, o crecimiento desmesurado de alguna parte del cuerpo, en su caso el pie derecho (el enfermo más famoso de este trastorno fue Joseph Merrick, más conocido como el Hombre Elefante); todo tipo de alergias, tanto de las conocidas como de las que no lo son; Síndrome del Acento Extranjero, con veinte casos registrados en todo el mundo; Síndrome del Espasmo Profesional, que afecta a tres de cada mil ciudadanos del mundo…

¿Que quién es este pobre hombre tocado por la diosa Fortuna? Pues un tal M. Y., asesino a sueldo cuya moral kantiana le impide morirse en paz si antes no ha hecho el trabajo por el que le han pagado por adelantado. De hecho, diríase que lo único que le mantiene con vida contra todo pronóstico -reservado o no- es la necesidad de terminar el trabajo encargado, aunque cada mañana se levante con la absoluta seguridad de que las próximas veinticuatro serán sus últimas horas de vida. Y decimos «se levante», no «se despierte»: recordemos que la Maldición de Ondina le impide dormir a pierna suelta aunque pueda experimentar sueños de un segundo de duración en los momentos más inopinados, por ejemplo cuando se dispone a clavar la navaja en su objetivo. 

Y nos preguntamos ahora: con esa premisa, ¿qué necesidad hay de matar a la persona que te mantiene con ganas de vivir, con lo que eso supone de felicidad para alguien que disfruta padeciendo una nueva enfermedad cada día? Pues ninguna, evidentemente. Máxime cuando para el lector de la novela cada día de existencia de más de este hombre supone un auténtico gozo al poder conocer la vida y milagros de un elenco de ilustres enfermos -imaginarios casi todos- y sus dolencias. Y así, ante nuestros ojos, se pasean los Kant, Poe, Goncourt, Swift, Descartes, Byron, Coleridge, Tolstói, Voltaire, Proust, Molière… Un enfermo por cada día, un paciente por cada intento de asesinato en lo que se asemeja a la obsesión del Coyote por acabar con el Correcaminos con planes a cada cual más disparatado.

Y, no podía ser de otro modo, la novela casi concluye con una gloriosa selección de aquellos desgraciados ilustres a quienes la mala suerte persiguió aun después de muertos, impidiéndoles descansar en paz eternamente en sus tumbas, ya sea porque estas fueran destruidas accidentalmente o como consecuencia de guerras diversas, saqueos y traslados sus restos de un lugar a otro.

¿Negra? ¿Criminal? ¿Policíaca? ¿Guía de primeros auxilios? Dejémonos de etiquetas, de adscripciones absurdas y severas y digamos que El asesino hipocondríaco es, simplemente, un ejemplo de magnífica literatura, altamente instructiva e incluso divertida en el caso de que seamos un poco sádicos y disfrutemos con las desgracias ajenas o, sencillamente, con el humor negro que caracteriza a muchas de las mejores obras españolas, tanto literarias como cinematográficas.

 

El asesino hipocondríaco
Juan Jacinto Muñoz Rengel
Plaza & Janés
 
firmatwitterbosque

9 comentarios en “«El asesino hipocondríaco», de Juan Jacinto Muñoz Rengel, por Ricardo Bosque

  1. Las píldoras se las zamparon los peques, y creo que tienen efectos secundarios: uno no para de estudiar y la otra (ordena sus cosas)?. Es imposible, acertar tanto…

    «¿Negra? ¿Criminal? ¿Policíaca? ¿Guía de primeros auxilios? Dejémonos de etiquetas, de adscripciones absurdas y severas y digamos que El asesino hipocondríaco es, simplemente, un ejemplo de magnífica literatura, altamente instructiva e incluso divertida en el caso de que seamos un poco sádicos y disfrutemos con las desgracias ajenas o, sencillamente, con el humor negro que caracteriza a muchas de las mejores obras españolas, tanto literarias como cinematográficas.» – Ojo, esto que escribe Ricardo es clave –

Deja un comentario