La historia de las operaciones encubiertas de la CIA suele tener un cariz casi siempre siniestro. La agencia de espionaje más famosa del mundo ha estado detrás de un sinfín de golpes de estado y ha aupado regímenes que han conculcado sistemáticamente los derechos humanos y nadie, dentro del país, les ha pedido cuentas. Es su papel; es su reino el mundo de las cloacas; son los hijoputas necesarios para que EE.UU siga siendo la primera potencia del mundo.
Ben Affleck, con Argo, consigue que, durante los 120 minutos que dura su tercer film como director después de Adiós pequeña, adiós (2007) y The Town, ciudad de ladrones (2010), la CIA y sus agentes nos parezcan gentes de bien. Eso sí, en los prolegómenos del film, el director, que se reserva interpretar al agente de la CIA Tony Méndez, ilustra al espectador que esté desinformado que la CIA estuvo manteniendo durante décadas al sátrapa Sha de Persia que torturaba, robaba y asesinaba a mansalva para mantenerse en el poder, hasta que lo dejó caer.
La crisis de los rehenes de la embajada de EE.UU en Teherán, y el ingenioso sistema para sacar del país a un reducido grupo de agentes de la sede asaltada por los estudiantes iraníes que se refugiaron en la vivienda del embajador canadiense Ken Taylor (Víctor Garber), la búsqueda de exteriores en el convulso país de los ayatolás para el rodaje de una película de marcianos, centra la ingeniosa película de Affleck que es fiel a la realidad en todo momento. Los preparativos de ese montaje cinematográfico, al que prestan su oficio, para darle credibilidad, el avezado productor cinematográfico John Chambers (John Goodman) y el veterano actor Lester Siegel (Alan Arkin), centran la primera parte del film en EE.UU para luego trasladarse la acción a Teherán y hacerse más trepidante y adquirir tono de thriller.
Argo es una película correcta y que entretiene, sin rechazar algunos de los convencionalismos propios del género (la persecución final del avión en la pista de aterrizaje por los guardianes revolucionarios es una concesión al espectáculo), e ilustra un suceso real, oculto durante décadas (para no empeorar la situación de los rehenes retenidos en la embajada USA, liberados cuatro años más tarde tras una catastrófica operación de rescate que hundió en el desprestigio a Jimmy Carter). Se nos tiene que repetir varias veces que la película está basada en hechos reales, porque resulta difícil de creer que los iraníes tragaran semejante montaje sin sospechar que en esa absurda película de marcianos había gato encerrado. Ben Affleck, más eficaz como director que como actor, aunque aquí se defienda bastante bien bajo un aspecto irreconocible autodirigiéndose, cuida mucho los detalles de época, busca las afinidades físicas de cada uno de los actores con los personajes reales que interpretan en la ficción y factura con buen tino y excelente pulso este spot publicitario de una de las pocas operaciones simpáticas que llevó a cabo la siniestra CIA. La excepción que confirma la regla.
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