«La calle del Muro», de Antonio Lafuente, por Enrique Bienzobas

Enrique Bienzobas

Daba asco ver aún alzada la Bastilla,
con sus muros leprosos, contando lo ocurrido
y encerrándonos siempre en su prisión de sombra.
Arthur Rimbaud.

 

LA-CALLE-DEL-MURO¡… Y no pasa nada!

Antes de hablar de la novela quisiera decir algo que a mí me parece importante, al menos yo así lo veo. No tengo nada (¿o sí?) contra esos aparatitos que sirven para almacenar cientos de libros o documentos privados y leerlos como si de hojas o libros tradicionales se tratara (eso dice la publicidad, la realidad es siempre diferente). Hasta ahí todo bien, bueno, bien para los amantes de las nuevas tecnologías. Iba leyendo más o menos por la mitad, algo así como el 60 % (el aparatito del que dispongo no numera las páginas que no sean en PDF, marca el tanto por ciento leído), cuando aparece el anuncio de que la batería se está agotando, que es necesario recargarla. Enchufo el aparatito, la batería se recarga y sigo leyendo. Pero… ¿pero qué es esto? ¡Han desaparecido, por arte de magia -de magia negra, se entiende- todas las observaciones que había ido realizando en el aparatito. Aproximadamente unas noventa observaciones entre notas, subrayados, marcadores, etc. observaciones que voy tomando a lo largo de la lectura.

En un libro tradicional, esos que son de papel, de los que incluso arden mal, al decir de Manuel Rivas, se pueden realizar subrayados, notas en los márgenes, en las primeras y últimas páginas, esas que están en blanco. Nunca se les gasta la batería, nunca la tienes que recargar y las observaciones siempre estarán ahí para leerlas, utilizarlas, etc. Además los libros tradicionales tienen un olor especial: a papel, a tinta, a… ¡a tiempo! Afortunadamente nunca se podrán comparar con los aparatitios salidos del Silicon Valley.

Pues bien, dicho esto, me vuelco en la historia que nos cuenta Antonio Lafuente.

En Madrid, más en concreto, en el barrio de Lavapiés, calle Mesón de Paredes, se ha cometido un crimen que, a todas luces, es obra de un profesional, de un sicario. Carlos Durán, ejecutivo de gran éxito en la Calle del Muro, Wall Street (a mi me gusta más, por ser una metáfora del capitalismo, el nombre que le pusieron los Motherfuckers a finales de los sesenta: Calle de la Guerra, War Street), de NY, recibe un tiro limpio en la nuca mientras trabaja en su ordenador. Félix Osorio -periodista que, cansado de trabajar por una miseria, se ha metido a policía-, es requerido en el lugar de los hechos. Allí también acude una hermosa comisaria de policía que había celebrado en los alrededores su cumpleaños -ya es cuarentona, una edad que marcará las preocupaciones de la comisaria durante toda la historia-. Este crimen va a llevar a los encargados de aclararlo, el inspector y Dolores Amado, la comisaria, al centro de la vorágine belicosa del capitalismo. Por cierto, me parece un gran acierto la elección de los nombres de los personajes, en algunos momentos me ha recordado a Camilleri y sus nombres inventados.

Muy apropiado, sobre todo para el estudio de los gobiernos, es el encargo que recibe la comisaria de descubrir, bajo la forma de detective privado, las conexiones entre el crimen y las altas finanzas: los gobiernos se preocupan del espionaje que los poderosos realizan a los gobiernos, esos que, como espeta Dolores en un arranque final memorable frente a un subsecretario: Vosotros -se refiere a los gobiernos, sean de unos o de otros- trabajáis para los privilegiados a cambio de las migajas. En ese final la detective le escupe al miembro del gobierno aquello tan manido entre las gentes de “la izquierda” de que solamente les quedan dos opciones: “votar a una panda de neoliberales inútiles” o dejar gobernar a la extrema derecha. Hay otra opción que no contempla: la abstención activa en nombre de la autogestión, en nombre del individuo libre con capacidad de decidir por sí mismo, sin intermediarios. Los socialdemócratas no tienen en cuenta que la propiedad privada (de los medios de producción, como diría Saint Karl) es el principio de la desigualdad.

En el transcurso de la narración, sobre todo cuando esos ricachones aparecen y maquinan para alterar el precio -cuando no hacer desaparecer- de las cosas, porque de eso se trata: de engaños, falsedades, estafas…, y no hablemos de política y moral…, en el transcurso, digo, he pensado, ¡qué raro! eso que llaman Club (o Foro, o Grupo, o…) Bilderberg, esa gentuza que se reúne una vez al año secretamente y organizan sus negocios, o sea, la ruina de la mayor parte de la población mundial, quitando, poniendo, exigiendo gobiernos, esos que nunca son elegidos por nadie pero que hablan en nombre de la “democracia” y defienden el sistema capitalista. ¡’Esos! Y encima llaman a los parias cerdos (pigs: Portugal, Italia, Grecia y España), pero cuando uno de esos cerdos los llama a ellos terroristas, asesino, fascistas… el grupo que gobierna a los cerdos te colocan el sambenito de “terrorista”.

¡Ah amigo Rimbaud, la Bastilla fue reconstruida, y no metafóricamente, el 18 de brumario,

cuando Napoleón, al frente de los hijos de la patria, esos burgueses que muy pronto empezaron a especular, se convirtió en dictador, luego en emperador.

“… Y no pasa nada”, tal como decía Dolores Amado, rememorando al personaje creado por Stieg Larsson, Lisbeth Salander. Se construyen más Bastillas, más Guantánamos, más Mauthausen-Gusen, más CIEs, más cárceles, más FIES… más. Y los construyen a golpes de miedo. Y ya lo sabemos: el miedo es la antesala de la esclavitud. Hablando de Salander, Lafuente conoce bien la novela criminal, cierto es que, entre las disquisiciones faltan nombres, pero mejor no decir cuáles, todo es muy amplio.

La novela alcanza en algunos momentos tintes de ensayo, no en vano todo empezó casi en esa forma: deseaba -cuenta el propio Lafuente-, con demasiadas pretensiones, explicar los recovecos del capitalismo, sus crisis y sus trampas. Una vez concluido el trabajo, el autor inició la dolorosa tarea de cercenar la carne del ensayo para dejarla en los huesos. El resultado es una entretenida historia que, en los momentos más complicados de las explicaciones de cómo funciona el robo legal que hacen los ricos, no se hace pesada, aunque hay que leerlos tal vez tomando notas en un cuaderno, nunca en el aparatito siloconiano. Con todo se lee bien y sin complicaciones. Además nos hace dar un paseo por Nueva York, ciudad que no conozco y espero no conocer nunca (otra cosa es San Francisco, o Seattle y poco más) y uno reconoce, aunque no quiera, todo lo que allí se menciona, bueno, casi todo. Porque es, como dice Félix Osorio, como en las películas.

No se hace larga, al contrario. La novela está bien estructurada. Capítulos cortos, en muchos de ellos se deja cierta tensión en el aire, tensión que se retoma en el capítulo siguiente, a la moda de las novelas por entregas del siglo XIX, uno de los antecedentes de la novela criminal. El lenguaje, salvo algunos tecnicismos del fundamentalismo económico, todo lo demás es claro; lo mismo que la sintaxis, que no es complicada.

Si en alguna ocasión la publican en papel, ese que huele, que se siente, que se palpa, que se subraya, que se mancha con nombres, con apuntes, con notas… ¡que no desaparecen! Ese que con el tiempo se enriquece porque las editoriales se someten a la novedad y lo viejo, viejo queda… Menos mal. Si en alguna ocasión, repito, se publica en papel, no dudaré en comprarla.

 

La calle del Muro
Antonio Lafuente
Click Ediciones (Grupo Planeta)
 

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