En la película El club (Pablo Larraín, Chile 2015) dos sacerdotes pederastas, aislados de la sociedad en una casa de retiro, mantienen una viva polémica sobre las consecuencias de sus pecados. Para uno, «resolver un problema divino en un tribunal laico no va más allá de una posibilidad de venganza inútil, ya que Dios perdona a todos en el cielo.» El otro, más sensato, le aclara que «ser sacerdote no le convierte en un emisario intocable de Jesucristo y que, por ello, debe asumir el castigo por lo que ha hecho.» Tres años antes de que esta sobrecogedora película se estrenase en nuestro país, en Verano en rojo un cura manifiesta con rotundidad: «Nuestra Santa Madre Iglesia tiene su propio ritmo, que es el ritmo del Señor, y tiene su propia justicia que es la justicia de Dios.»
Un tema delicado de tratar, este de la pederastia clerical. El acoso y derribo que algunos religiosos (curas y hermanos docentes en este libro) ejercen sobre su alumnado son retratados por la autora con el rigor y la crudeza que la empresa requiere: la vida real es así, nadie debería sorprenderse ni menos aún asustarse. Basta con leer la prensa o ver los telediarios. Pero en España son escasos los novelistas que, ante casos espeluznantes como el aquí detallado, se atreven a contarlos con valentía, sin optar por salvadoras elipsis o por perderse en abstrusos motivos criminales.
Contemos un poco cómo afronta la ambiciosa Berna González Harbour este complicado empeño.
Dos jóvenes aparecen ahogados. Uno, Samuel Gómez Pescador –previamente estrangulado y violado–, en el estanque del parque madrileño Juan Carlos I, y el otro, Alejandro Sánchez Gandarillas, un menor de 17 años sin antecedentes, días después, en una playa santanderina. Ambos menores compartían un tatuaje muy especial. La comisaria María Ruiz se desplaza a Santander, donde, ayudada por el comisario Carlos Fuentes, encuentran unas fotos pornográficas de temática gay en las que se reconoce a Alejandro junto a más jóvenes y adultos.
Con las fotos en su poder, María Ruiz se entrevista con el padre Damián, quien reconoce en las fotos a ex alumnos del colegio Los Penitentes. Mientras, en Madrid, dos agentes chequean el ordenador de Samuel y descubren que él y Alejandro compartían amistad en Facebook. En Santander una hermana de la víctima señala en las fotos a un cura del colegio donde estudió Alejandro.
Un periodista amigo de María Ruiz, Luna, se entera por la madre de Samuel de cómo su hijo fue con Alejandro, el pasado verano, a un campus baloncestístico del colegio Los Penitentes en Lerma, con un cura como coordinador. Por otros medios, Carlos comprende que Alejandro no era precisamente un inocente joven, sino un chulesco provocador que chantajeaba a los participantes en las orgías con fotos que él mismo tomaba. En Lerma, María Ruiz confirmará cómo su principal sospechoso fue, en efecto, quien promovió las orgías con menores que tan trágicas consecuencias han traído.
Añadamos ahora, a lo anteriormente dicho, que la primera obra protagonizada por la comisaria María Ruíz se aleja de las complicaciones, con frecuencia excesivas, a las que nos tiene acostumbrados cierto tipo de novela negra. La trama, en efecto, es aquí una vibrante crónica policial que desde su inicio desvela dos líneas de investigación que confluyen de forma natural. Sin desmerecer a comisarios, periodistas, y sacerdotes, sí quiero resaltar cómo en esta narración el protagonismo principal recae en la propia investigación criminal (durante la lectura de Verano en rojo me viene a la cabeza una de las siempre eficaces novelas de Lorenzo Silva –en concreto, la sobresaliente La estrategia del agua (Destino, 2010)–. En ella la narratividad policial tira también con fuerza de unos investigadores sobradamente conocidos por los seguidores de nuestra revista: los imprescindibles guardias civiles Bevilacqua y Chamorro).
El oficio (sorprendente para una primera obra) de González Harbour destaca en una narración transparentemente armada y que en ningún momento se despendola haciendo que el lector pierda el hilo («empeño», parece, de tanto autor del género). Muy al contrario, aquí todo sigue un orden aplastante para que –al mismo tiempo que los comisarios– el lector desenmascare a los culpables de la criminal trama (sintiéndose de paso –algo que siempre anima– más listo de lo que creía).
Abunda en aciertos la autora a la hora del trazo psicológico de los personajes, un trazo no exhaustivo pero suficiente para perfilar con rápidos apuntes sus diferentes personalidades. Aparte de lograr certeros retratos evita así que una excesiva profundización psicológica entorpezca la trama. Con la comisaria María Ruiz (atractiva, ingeniosa, eficaz y buena compañera, pero con un pasado a cuestas) consigue la autora un complejo personaje que pide a gritos nuevas entregas; perdurables asimismo resultan el comisario Carlos Fuentes (que se toma con saludable humor hasta un infarto) y el periodista Luna (cuya dependencia alcohólica lo hace caminar por la cuerda floja); los religiosos desempeñan a la perfección su lujuroso rol voraz e, igualmente, bien plasmados han quedado el resto de policías y demás secundarios.
Decir para acabar que Verano en rojo está escrita con mucho gusto. Y donde más se puede comprobar este empeño es a la hora de afrontar las descripciones, algo poco frecuente en el género. Emperradas anfetamínicamente tantas novelas en mostrar su rapidez cinematográfica –decir «este libro parece un guion» llena hoy de estúpido orgullo a sus creadores– son estas novelas, por consiguiente, reacias a desplegar cualquier matiz de regusto literario. En esta que hemos reseñado los párrafos, obvio, no son de una línea y punto seguido: muy al contrario, se ha optado por párrafos largos y envolventes, no escasos de sugerencias (y en los que se nota mucho que la poeta procede a la novelista), algo –¡que por favor nadie se vaya a asustar!–, a lo que se le coge el compás desde la primera página.
Verano en rojo
Berna González Harbour
RBA
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