Cine: «El bar»

Teresa Suárez

“Bares, qué lugares
tan gratos para conversar.
No hay como el calor del amor en un bar”.

Puesto que la película va de bares y “movidas madrileñas”, no existía mejor manera de empezar esta reseña que con el estribillo de El calor del amor en un bar, una de las canciones más emblemáticas y castizas de Gabinete Caligari (y una de mis favoritas junto Camino Soria y La culpa fue del chachachá).

Plaza de los Mostenses, en pleno centro de Madrid. Una dueña que da miedito; un expolicía; un hombre de negocios venido a menos; un publicista cuyo intento de parecer un moderno hipster lo asemeja más a un integrista musulmán; un ama de casa adicta a las tragaperras; un oficinista con prisa; un empleado municipal de la limpieza; un desconocido que, entre toses y puses, entra corriendo para usar el lavabo; una pija, superagobiada de la muerte porque se ha quedado sin batería, que no debería estar allí; un camarero de esos que ya no quedan y un sin techo alcohólico y medio loco que anuncia a gritos el fin del mundo… A primera hora de la mañana el grupo de habituales, y algún que otro espécimen raro, entre chanzas y puyas desayuna, o al menos lo intenta, en el Bar Amparo.

El oficinista llega tarde. Sale del establecimiento y recibe un tiro en la cabeza. Aunque sigue vivo nadie se atreve a socorrerlo. Cuando el basurero decide salir para prestarle ayuda también es abatido de un disparo. A partir de ese momento, mientras en el exterior reina una calma chicha, el terror se desata en el interior del local. El fuerte (que no siempre es el que sobrevive) oprime al débil y éste, llevado al extremo, se descubre capaz de las mayores bajezas y heroicidades.

Nada más empezar, cuando me di cuenta de lo que eran esas caleidoscópicas imágenes que flotaban en la cabecera mecidas por la música, sentí una primera y premonitoria vaharada de asco. Varias veces al borde de la arcada profunda, pero dando gracias porque entre los efectos especiales aún no figure la percepción olorosa, a medida que avanza la película una se pregunta si realmente era necesario tanto revolcamiento escatológico. Al final creí entender el motivo: es una metáfora sobre la dualidad del hombre.

En condiciones normales, diariamente nos movemos cubiertos con asépticas mascaras que, a base de años de esfuerzo y entrenamiento, les dicen a los demás quienes somos antes de que nos conozcan. Pero cuando las circunstancias cambian y nos enfrentamos a situaciones límite, mandamos los convencionalismos al carajo y la amabilidad en el trato es sustituida automáticamente por un brutal instinto de supervivencia. Es entonces cuando toda la mierda emerge a la superficie y sepulta cualquier rasgo de humanidad.

La película, no les voy a engañar, es bastante irregular. Pero a diferencia de algunos críticos que califican su arranque como brillante y reniegan de su continuación, yo defiendo lo contrario. Al principio me costó empatizar con los parroquianos del Bar Amparo, pero después me dejé arrastrar por tanta locura y caos.

Es cierto que pronto se desvela el misterio de lo que ocurre, pero es que en este thriller costumbrista la ansiedad y el suspense no residen en el qué ni en el por qué (¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué quieren matarnos?) sino en el cómo y sobre todo en el quién (¿Cómo vamos a salir de aquí? ¿Quién de nosotros sobrevivirá?).

En medio de tal paroxismo (plagado de violencia, momentos claustrofóbicos y ese humor macabro y bestia marca de la casa), los personajes van desfilando ante el espectador. Unos apenas dejan huella en la retina. A otros, por excesivos, como el mendigo mesiánico los detestas casi desde el principio (y eso que con sus canticos religiosos me eché unas risas recordando una etapa de mi juventud en la que junto a varias compañeras me divertía pensando en crear un irreverente grupo llamado “New religión & The Pilinguis Girls” especializado en versionar canciones de misa a ritmo de rock). Alguno, como la pija interpretada por Blanca Suárez (a la que Alex de la Iglesia, en un claro homenaje al maestro Hitchcock que tanto disfrutaba torturando a rubias sofisticadas y altaneras, no deja de maltratar en toda la película), te sorprende gratamente. Y luego está el maravilloso Secun de la Rosa, el mejor de todos, metido en la piel de ese camarero sencillo cuya elocuencia, nacida de un momento de desesperación, es capaz de conmoverte profundamente en medio de tanta porquería y miseria.

La apocalíptica escena final, en plena Gran Vía, resulta estremecedora.

¿Qué es El Bar?

Una tragicomedia negra más o menos brillante.

¿A qué aspira El Bar?

A ser un perturbador retrato surrealista, plagado de formas distorsionadas y excesos, que busca revelar aquello que el hombre tan celosamente oculta: su lado monstruoso.

¿Lo consigue?

A veces sí, a veces no (Julio Iglesias dixit), pero, obviando las ganas de vomitar que me produjeron algunas escenas, les confieso que disfrute viéndola (ataque de risa incluido).

Ustedes deciden pero por favor, ante la duda, elijan siempre cine español.

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