Juan Mari Barasorda
Bajo la luz de una lámpara de gas
Estamos en el Londres de 1880. The Limehouse Golem, de Juan Carlos Medina, es thriller victoriano en el que la investigación criminal se superpone con un melodrama en clave gótica en un Limehouse –uno de los barrios de Londres más sórdidos en la época victoriana– iluminado por la amarillenta luz de las lámparas de gas mientras un asesino en serie crea el terror.
Es un Londres no muy distinto al que el espectador asocia con el Whitechapel de Jack el destripador y sus crímenes –perpetrados solo ocho años después– en producciones inolvidables como Asesinato por decreto. Un Londres de calles oscuras, de prostíbulos y fumaderos de opio, de muelles junto al Támesis y teatros de variedades, de gente hacinada en la miseria. Es el Londres que el escritor Peter Ackroyd imagino para su novela Dan Leno y el Golem de Limehouse (1994), una novela leída hace años por el espectador que acude a la sala de cine para contemplar la evolución del relato leído e imaginado bajo el prisma del séptimo arte.
Dice su director, Juan Carlos Medina (Miami 1977), que su película, presentada en Sitges 2016, busca ser un thriller policiaco con el ambiente de los relatos de Sherlock Holmes. Tiene a su servicio un guion de la aclamada en Hollywood Jane Goldman que tiene en su imparable curriculum la gótica La mujer de negro, o El hogar de miss Peregrini para niños peculiares (junto a adaptaciones de los comics de X-Men o la transgresora Kick-Ass) y ha optado por un guion en clave onírica no necesariamente parejo a la clave de suspense que la novela de Peter Ackroyd atesoraba.
Ackroyd es un enamorado de Londres (su Biografía de Londres es excepcional) y de los escritores victorianos. Limehouse es sin duda un protagonista de su novela a la par del resto de los personajes. El Limehouse en el que Dickens situó El misterio de Edwin Drood (1870), su inacabado thriller, con los fumaderos de opio frecuentados no solo por Dickens y Wilkie Collins sino también por Thomas de Quincey. Es el Londres victoriano fascinado por la muerte y la sangre, donde los jóvenes que fueron Oliver Twist leen el penny dreadful Sweeny Todd, el barbero asesino y los adultos leen The Illustrated Police News y acuden a los tribunales a ver en directo los juicios contra los criminales o a los music hall a ver las cómicas representaciones de los crímenes reales para satisfacer su morbo.
“Déjenme empezar por el final…”
Es en un teatro de variedades de Limehouse donde el rey de la pantomima Dan Leno (un Douglas Booth que da vida a un actor, cómico y transformista real del Londres victoriano) nos invita a presenciar una historia que empieza por el final….
Un escritor teatral, John Cree (Sam Reid), muere en su lecho presuntamente envenenado como su criada Aveline (Maria Valverde) sospecha y su mujer Elizabeth (Olivia Cooke, inconmensurable, la mejor del show) ex comediante, como la ex trapecista Aveline, en la compañía de Dan Leno se convierte en la principal sospechosa. El caso es asignado a uno de los primeros inspectores de la naciente división criminal de Scotland Yard –creada en 1878– un inspector Kildare al que interpreta Bill Nighby (un papel destinado a Alan Rickman ,al que fascinaba el personaje, que justo al inicio del rodaje enfermo gravemente) con el realismo suficiente aunque con una indudable monotonía en sus registros, Kildare solicitará al agente Flood (un siempre competente Daniel Mays) conocedor del barrio y mordaz sin disimulo con el camino seguido para la investigación por su superior.
John Kildare está muy lejos de ser en la novela de Ackroyd un émulo del inolvidable detective consultor Sherlock Holmes. Es un funcionario disciplinado, consciente de sus carencias en el campo de la investigación criminal, que asume su primer caso de asesinato –el de John Cree– junto con un encargo envenenado de sus superiores: la investigación de los crímenes del Golem, un asesino serial que aterroriza a quienes viven en Limehouse, que firma con tal nombre sus sangrientos asesinatos y deja crípticos mensajes para la policía… datos para sospechar –en este caso el espectador– en una obvia referencia a los crímenes de Jack el Destripador… solo que estos se produjeron en el otoño del terror de 1888.
Son otros crímenes reales ocurridos en 1811 en el East End, los asesinatos de Ratcliff Highway, los que parecen ser la referencia para una de las masacres cometidas por el Golem –lo fueron para Allan Moore en el guion de la novela gráfica From Hell– unos crímenes y un criminal ajusticiado (John Williams) que inspiro su Asesinato como una de las bellas artes a Thomas de Quincey, citado por el desconocido Golem en un grafiti sangriento. Un asesino serial leído y culto que facilita la línea de investigación de Kildare y le encamina a la biblioteca del Museo Británico. El espectador descubrirá, como Kildare, otra referencia literaria: el Golem en una novela de Gustav Meynrik teñida en sangre y representado en un cabaret en un dibujo de William Blake (un Blake onírico omnipresente en también en la obra de Alan Moore).
Sospechosos no habituales, como unos reales Karl Marx o George Gissing (escritor de fundamento, redentor de prostitutas, lúcido y desquiciado y el mayor especialista en Dickens de la época victoriana) serán interrogados, junto con Dan Leno –los tres y el finado John Cre, lectores de De Quincey– para desenredar la investigación criminal, investigación que transcurre pareja a la historia de Lizzie Cre desde su torturada infancia a su eclosión como actriz en la compañía de music hall de Dan Leno y su matrimonio.
El espectador asiste entre actuaciones de un teatro de variedades a una sucesión de secretos inconfesables, empezando por el que oculta el gerente del teatro (Eddie Marsan), aquellos “cadáveres en el armario” (“skeleton in every house”) tan comunes en el periodo victoriano como afiladamente fueron denominados por Tackeray. El inspector Kildare se enfrenta a la investigación guiado por su intuición –a veces iluminado y a veces errático– más cercano al atribulado inspector Buckett de la Casa desolada de Dickens que al detective de Baker Street. La ingenuidad del inspector –que puede desesperar al espectador avezado en la lectura de novelas criminales– acabará en la sorpresa de la última escena, en el último giro de la trama.
De la novela al guion: una cuestión de óptica y de estética
La investigación no esconde la crítica, explicita en la novela, a la corrompida sociedad victoriana. Una sociedad que oprime a la mujer y la homosexualidad, donde el transformismo se recrea en clave de variedades y los deseos sexuales guían conductas secretas y utilizan a la mujer como objeto y las niñas se venden por cinco libras a aquel que las quiere comprar. Toda esta crítica existe también en The Golem of Limehouse –una película con una indudable pátina de feminismo– que refleja una mínima parte de la realidad denunciada por William T Stead (pionero victoriano del periodismo de investigación) en sus investigaciones sobre el abuso sobre las mujeres y la prostitución infantil en la época. En definitiva, una sociedad de imposturas que se esconde tras un maquillaje, lo mismo que en el teatro Lizzie se disfraza de hombre y Leno de mujer. Sin embargo, en el teatro todo es luz y color frente al teatro de sangriento de Grand Gignol que acecha en las callejuelas de Limehouse.
Pese a los esfuerzos del director de fotografía Simón Dennis –especialmente acertado en las escenas del music hall– la producción se aproxima claramente a la de una serie de la BBC, aunque los escasos planos de exteriores son de una calidad visual incontestable que recuerdan a las pinturas del también victoriano John Atkinson Grimshaw –exponente del “movimiento estético”–, maestro en retratar el Londres nocturno a la luz de la luna y de las lámparas de gas. El retrato del Londres victoriano de Medina comparte los claroscuros de series como Penny Dreadful, Whitechapel o The Frankenstein chronicles. En alguna entrevista Medina dijo que buscaba una estética de película Hammer, refiriéndose sin duda al inolvidable El perro de Baskerville, similitud que yo no encontré aunque si con otro título menor de la Hammer: Las manos del Destripador (1971) del competente Peter Sasdy. De las logradas y coloristas escenas de music hall se pasa a las representaciones –¿oníricas? ¿grotescas?– de los crímenes que heredan momentos de Seven de David Fincher; es la esencia de la película: “la mezcla del teatro y la realidad”. El guion de Jane Goldman tiene mucho que ver: la transposición de una novela compleja y repleta de referencias culturales y artísticas transmutada en una película con estética de pesadilla gótica y escenas oníricas que pretenden evocar –objetivo inalcanzado a mi entender– a los thrillers del maestro Hitchcok.
Como lector he disfrutado más con la lectura reposada de la novela de Peter Ackroyd en compañía de un buen whisky que de la sucesión vertiginosa de escenas de la película de Medina –que de haber nacido como serie televisiva hubiera permitido mayor sosiego y, sin duda, un mejor desarrollo del guion– pero es innegable que la fascinación por el crimen victoriano, la dirección de Medina, la interpretación de Olivia Cooke y algunos de los recursos planteados por Goldman en el guion me han permitido disfrutar igualmente de la película como los vecinos de Limehouse en 1880 –víctimas aparte– con el espectáculo del crimen y la sangre. Sin embargo, posiblemente con el paso de los años la película de Medina será considerada un icono para los amantes del crimen victoriano y la novela de Peter Ackroyd caerá en el olvido (Conan Doyle fue y será irrepetible).
Como dijo la inefable Dorothy L. Sayers: “Es la muerte en particular la que la que provee a la mente de la raza anglosajona de la mayor dosis de una inocente diversión que cualquier otra cosa”.
Y si el crimen se produce en el Londres victoriano mucho más, añado.