Una sufrida mujer MET (Esposa, Madre y Trabajadora) desaparece misteriosamente al volver del curro. En su lugar aparece un simpático muñeco de nieve que mira hacia la casa y luce su bufanda al cuello.
Cuando el detective Harry Hole despierta de su moña sobre el banco de un parque (señores policías escandinavos, aviso: desde que existe Decathlon y su sección de prendas para temperaturas extremas, el frío ha dejado de ser una excusa para estar siempre borracho), se encuentra con una resaca histórica, termitas en su apartamento, una nueva compañera tan rancia como aparenta y un caso que investigar cuyas pistas, salvo que meta la quinta, se le derriten entre las manos.
Si he contado bien, en total son once los “HarryHoles” (El muñeco de nieve es el número siete) escritos por este autor cuyo apellido me bloquea a la hora de pronunciarlo por aquello de la “o” tachada.
Según parece, este noruego, un auténtico churrero de las letras, entre 1997 y 2017 ha escrito 22 libros (uno por año) de los cuales, lo confieso, no he leído ninguno. Tampoco creo que lo haga, me atrevo a apostillar. ¿Por qué? Porque, como ya he dicho en anteriores ocasiones, las corrientes nórdicas más que fría me dejan helada y ya gasté mis reservas de Clamoxyl con Henning Mankell (todas las del inspector Kurt Wallander), Maj Sjowall y Per Wahloo (una de la serie del inspector Martin Beck) y el dúo Erik Axl Sund (dos de la trilogía Los rostros de Victoria Bergman, cuya lectura me exigió, además, una dosis extra de paracetamol).
Si bien las novelas de estos y otros autores venidos de las tierras del Norte han pasado por mis ojos lectores sin apenas dejar huella, sus adaptaciones al cine no han corrido la misma suerte.
Con Misericordia (Los casos del Departamento Q), un entretenido y bien hilado thriller basado en La mujer que arañaba las paredes de Jussi Adler-Olsen y dirigido por Mikkel Nørgaard, ambos daneses, disfruté de lo lindo. Tanto la versión del noruego Niels Arden Oplev como la de David Fincher de Los hombres que no amaban a las mujeres, primera novela de la Trilogía Millenium de Stieg Larsson, son excelentes e inquietantes películas (personalmente me quedo con la versión americana protagonizada por Daniel Craig). Y qué decir de la maravillosa Headhunter, basada en la novela homónima de Nesbø, que en 2011 dirigió Morten Tyldum, “una mezcla de thriller, film de acción, espionaje y humor que te engancha y sorprende desde el minuto uno”.
No ha ocurrido lo mismo con The Snowman.
Puesto que la ética reseñadora me prohíbe criticar abiertamente determinados detalles y escenas, so pena de desvelar el final, voy a confesarles, cual catequista renegada de lo negro y criminal, los pecados que el visionado de esta cinta empuja a cometer
Avaricia: hermosos paisajes nevados (a los que la serie Fargo me ha hecho adicta) crímenes, un detective atormentado, serial killers y Michael Fassbender… “I want it all”, que diría Queen.
Lujuria: un apetito desordenado de los deleites carnales es lo que despierta Fassbender con su sola presencia.
Pereza: según avanzaba la historia, se iba apoderando del público tal modorra, que más de uno optó por dedicarse al mejor invento español de todos los tiempos: la siesta (ronquidos incluidos).
Gula: aunque era la sesión de las cuatro de la tarde, y se nos suponía a todos comidos, para soportar el aburrimiento los insomnes optamos por un consumo irracional, innecesario y ruidoso, de palomitas y Coca Cola.
Envidia: al no poder teletransportarme a otra sala, desee, con todas mis fuerzas, que los prójimos de al lado no encontraran en Annabelle: Creation, mi segunda opción, el entretenimiento que a mí se me estaba negando.
Soberbia: la de Tomas Alfredson (lo conocí con Déjame entrar, sutil película que supuso una vuelta de tuerca al género de vampiros, que sorprende desde las primeras imágenes y refleja, de manera magistral, las costumbres, forma de hablar y relacionarse de una cultura muy diferente a la nuestra) al creer que podría dirigir una superproducción de Hollywood con la misma solvencia que Martin Scorsese (produce la película e inicialmente se especuló con la posibilidad de que fuese él quien la dirigiese).
Ira: cuando por fin terminó, mi belfo inferior temblaba de rabia. Un resentimiento ciego y sordo por la oportunidad perdida, por el potencial despilfarrado, por tanto talento desperdiciado.
Más que policíaca parece una clase magistral para trabajadoras sociales y malas madres. En unos paisajes de ensueño, Michael Fassbender, uno de los mejores actores del panorama actual, desaparece bajo la piel de un personaje que no parece quererlo.
El casting es de lo peor que he visto. La química entre Charlotte Gainsbourg (puede que alta, delgada y morena como su madre, pero sin la belleza y estilo que convirtieron a Jane Birkin en la musa de los setenta) y Fassbender es nula, inexistente. La relación con esa compañera que interpreta Rebecca Ferguson es fría, tan fría como el frio paisaje de Oslo. Y eso sin hablar de Val Kilmer y Chloë Sevigny, cuya extraña presencia espanta casi más que la del asesino.
“Del pecado, lo peor es la perseverancia”, dijo Fernando de Rojas. Esperemos que Tomas Alfredson asuma su culpa y no se le ocurra rodar una nueva entrega.
A mí me dio mucho sueño, pero se deja ver. Un abrazo.
Lo del sueño, por lo que parece, es un efecto secundario generalizado. Un saludo.