Que Jim necesitaba dinero, es evidente. Una vida tan disoluta como la suya que transcurría, durante largos periodos, envuelta en una bruma etílica exigía que, en los probablemente cada vez menos momentos de lucidez, se diera prisa en escribir novelas (en total creo que fueron 39) que le proporcionaran lo suficiente para seguir malviviendo.
La resaca que debió padecer cuando escribió Noche salvaje tuvo que ser de campeonato solo así se explicaría que le saliera como le salió. Claro que después de su triunfal entrada en el mundo literario con su primera novela Aquí y ahora y de El asesino dentro de mí no debió ser fácil escribir algo que las superara (menos mal que, con el tiempo, si fue capaz de hacerlo).
Tal vez el problema es que en este caso el protagonista no es un sheriff de esos que tan bien le salen como Nick Corey o Lou Ford (“homenajes” nada encubiertos a su padre) sino un asesino.
Un pueblo de mala muerte a 150 Km. de Nueva York con unos habitantes que recuerdan a una freak parade: personajes tullidos, esperpénticos y tan extremos en la defensa de sus convicciones como dispuestos a cambiarlas a cambio de un halago o algo de pasta.
Los diálogos carecen de chispa y también se echa en falta ese humor bestia, macabro y exagerado de otras novelas. El desenlace está embarullado y la escena final, con hacha incluida, es más propia de Misery o El resplandor, de Stephen King, que de una novela negra.
Me queda la duda de si Jim lo hizo a propósito y lo que buscaba era ridiculizar a todos los personajes. Si no es así, insisto, la noche antes de empezar a escribir Noche salvaje la cogorza fue de garrafón.
Noche salvajeJim Thompson
RBA