A El jardín de los sospechosos, última novela de Marina Sanmartín (Valencia, 1977), le han precedido otras tres, entre las que hay que destacar la ficción lovecraftiana Informe sobre la víctima. También ha publicado el volumen de relatos La vida después. Esta autora, vinculada a importantes librerías, compagina actualmente su labor novelística con la comunicación editorial y colabora en distintos medios, entre ellos el ABC Cultural.
Dejó dicho Juan Marsé que para hacer una buena novela era necesario el concurso simultáneo de tres apartados: un buen tema, saber escribirlo y tener ganas de contarlo. La verdad es que, a estas alturas del partido, hallar algo original –y, aún más, dentro del género noir– para trasladar a la hoja en blanco resulta una casi imposible tarea (así lo entendieron los grandes maestros del siglo XX: después de sus innovaciones técnicas, escribir como se hacía en el XIX resulta, cuanto menos, temerario por no decir autista). Dando por supuesto un cierto grado de apetencia (ciertamente redactar una novela no es ponerse a cuadrar un balance contable), el obstáculo principal contra el que se estrellan miles de novelistas hoy día –y en cualquier rincón del mundo– es tener una suficiente pericia a la hora de desplegar sus historias.
Marina Sanmartín, de entrada, elige una temática que no es demasiado insólita: un relato del tipo «misterio del cuarto cerrado», en el que el crimen tiene lugar en una habitación a la que es imposible entrar y de la que es imposible salir. La propia autora, en el capítulo «El cobertizo de los pájaros», cita El misterio del cuarto amarillo, opera prima del periodista francés Gaston Lerroux, como directo referente para El jardín de los sospechosos (podría haber elegido también Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe o El hombre hueco de John Dickson Carr). Pero partiendo de esta tradición literaria, y sin ninguna intención de reproducirla sin más, la escritora valenciana se las ha ingeniado para darle un giro radical y llevar El jardín de los sospechosos a terrenos más personales.
El colegio Ítaca, lujoso centro aconfesional edificado sobre las ruinas de un convento, dispone de instalaciones para que sus alumnos de altas capacidades intelectuales puedan reunirse en ellas, al margen de sus aulas habituales. Este grupo celebra su «día de padres». En él se trata de que los adultos expliquen, en un ambiente desenvuelto, a esos chicos superdotados, cómo se ganan la vida. Así, Martín Guidú, tío de Lucas y fotógrafo profesional, exhibe su trabajo: instantáneas de su sobrino, pero también de alguna actriz famosa. Usando cámaras Polaroid, Martín propone hacer fotos de dos tipos: a) fotos «conscientes» a sus modelos, b) fotos «espía». Otros como Fran (padre de Leo) o Agustín (padre de Bruno) resultan ser bomberos o exitosos cirujanos plásticos. En esas están cuando se descubre –en un cobertizo– el cuerpo de la desaparecida Alicia Segura. La niña de siete años, vestida y peinada pero con un cristal de sus gafas roto, sostiene en una mano el recorte de una revista que Martín se guarda tras fotografiar el estrangulado cadáver. El inspector Barriuso y la inspectora Simón llegan a Ítaca para investigar lo sucedido. Con el apoyo de Guidú, ambos policías desechan pistas hasta llegar a la resolución del crimen, que –como sucede en este tipo de narraciones tan ceñidas y armadas– descoloca al lector más prevenido.
Tras esta sinopsis cualquiera pensaría que estamos ante un caso paradigmático –mejor o peor resuelto– de «misterio del cuarto cerrado». Marina Sanmartín se las ha arreglado bien para introducir sustanciales novedades en su construcción. La principal es añadir acontecimientos externos al colegio y que influyen tanto en quienes directamente los padecen como en la misma investigación policial. Así, al que podemos llamar protagonista de El jardín de los sospechosos, Martín Guidú, el fotógrafo, durante el trayecto al colegio de sus sobrinos para sustituir a su hermano lo sacude un profundo temor: que éste, Sebastián (alias Anakin), ingresado con un cáncer en fase terminal en el hospital, muera ese día.
Ese malestar interno, bien plasmado en su desasosiego, y que acompaña a Martín en toda la jornada colegial, se ve reforzado por otra original decisión de Marina Sanmartín.
Y es que, a la introducción de abundantes flashbacks de la infancia de Martín Guidú que ilustran la rivalidad con su hermano Anakin (el mayor y preferido por sus padres), a esas incómodas estampas domésticas, que abruman no poco al hermano menor, se les añade inopinadamente la directa intervención de la autora. En efecto, ella no se priva –en todo el texto– de dirigirse airadamente a su principal creatura, al fotógrafo Guidú, usando la segunda persona de forma magistral. Y lo hace bien en tonos acusatorios («Tú sí que eres rencoroso, Martín. Anakin, que era rubio, te lo reprochó muchas veces a propósito de situaciones de vuestra vida adulta en las que sacaste a relucir el sufrimiento que, cuando erais pequeños, te infligió»), bien en tonos más evocativos, neutros o explicativos («El padre de Chloe se llama Luis, Luis Antón, y se dedica a la comunicación política, o al menos eso es lo que ha explicado en la breve presentación que os ha exigido Paulino Lupiáñez en el vestíbulo. Y tú has pensado que se parecía un poco a ti cuando eras más joven, pero ahora ya no lo crees»), para conseguir, en ambos casos, trasparentar la complicada personalidad de quien los recibe.
Respetando lo esencial de este tipo de novela cerrada, y enriqueciéndola con estas decisiones formales –extra canónicas– consigue Marina Sanmartín cumplir sobradamente los tres requisitos exigidos para llevarla a buen puerto. Ha acertado sobre todo con el más complicado actualmente –el segundo–: saber plasmar qué se quiere contar.
Crónica vibrante que se devora en un par de sentadas (acepta también la lectura de un tirón), El jardín de los sospechosos nace con vocación de título ideal para una tarde de invierno y desde aquí os la recomendamos sin la menor pega.
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