La relación distante, muda, elíptica, de Lola (“más joven que Sandino, ronda la cuarentena. Menuda con formas, cara angulosa, masculina y pelo negro, para algunos guapa, para otros invisible”) y Jose, alias Pecas, alias Sandino (“atractivo, idéntico color de pelo que ella, alto, en un tris de estar fondón, ojos negros pero a ratos sin vida en una cara que cambia como si perteneciera a distintas personas según esté distraído o atento, de buen o mal humor”), vertebra esta novela.
Por el pánico a la soledad, a no verse en los ojos de nadie, aprendido, casi mamado, de la abuela Lucía (“una mujer carencial, colérica, cruel (…) a quien le aterraba quedarse sola, vivir sola, morirse como un perro”), cuando Sandino escucha de labios de su mujer las palabras “tenemos que hablar”, preso del insomnio, el remordimiento y la culpa, el taxista melancólico, el taxista triste, desaparece en la ciudad, de madrugada, incapaz de sentarse frente a frente, mirarla a los ojos y sellar la ruptura.
Esta es la historia de un taxista al que no le gusta conducir (“además del padre y el hermano, sus dos abuelos fueron taxistas (…) Ser taxista -ese destino del que Sandino quiso escapar- es casi un estigma en su familia”); de un marido sin vocación que se resiste a poner fin a su matrimonio (“No quiero volver. No quiero hablar. No quiero que me dejes. No quiero seguir contigo. Quiero que nada de esto haya existido”); de un adicto que acumula relaciones con mujeres (Lola, Verónica, Hope, Cristina, Nat…) que según sus necesidades, nunca las de ellas, aparecen y desaparecen de su vida dejando tras de sí muchos fluidos y poca mella en el alma; de un hijo, hermano y nieto desengañado que, tras el fallecimiento de la abuela Lucía, pilar carcomido sobre el que se asienta la unidad de sus miembros, ve como la familia se desmorona; de un compañero que nunca encajó (“¿Quién coño te crees? Porque te gusten músicas raras o hayas leído unos cuantos libros, ¿eso te hace mejor a los demás?”) y de un amigo de los que se mojan hasta calarse los huesos.
Cuando me subí a este taxi nada en la bajada de bandera me hizo pensar que la carrera me iba a costar tanto.
La primera impresión fue ochentera total. El pesimismo que me invadió nada más abrir la puerta del Taxi de Carlos Zanón, me trajo a la memoria, no me pregunten por qué, dos programas de esos años.
El primero, ficticio, fue la serie Tristeza de Amor estrenada por Televisión Española en 1986. Protagonizada por Alfredo Landa (actor que cuando se alejó del subgénero que lleva su nombre, el Landismo, dejó para la posteridad interpretaciones tan soberbias como la de Paco el Bajo en Los Santos Inocentes o la del Brigada Castro en La vaquilla), Tristeza de amor trataba sobre un consultorio radiofónico nocturno al que llamaban personas con problemas que creían irresolubles, personas asustadas, confundidas, tremendamente solas y con una necesidad visceral, casi patológica, de ser escuchadas.
El segundo, en esta ocasión real, fue El loco de la colina programa de entrevistas, emitido de 1980 a 1982 por Radio Nacional de España, en el que Jesús Quintero con su lánguida manera de hablar y la ausencia controlada de palabras, el sonido del silencio, convertía las ondas en algo cercano que unía en sagrada comunión (¡casi una experiencia religiosa!) a oyentes, entrevistado y entrevistador.
De igual forma, cuando se enciende el cartel de ocupado, el taxi de Sandino se transforma en un confesionario sobre ruedas donde, para escapar de esa terrible pandemia que azota a la sociedad actual, hombres y mujeres de toda clase y condición aprovechan la confidencialidad que otorga el ocupar un habitáculo cerrado, que invita a la familiaridad, para escuchar y decir, casi al oído, “mentiras, verdades, medias verdades y más y más mentiras”, que aplacan por unas horas la soledad pero siempre dejan un regusto amargo en la boca.
Como pasajera descreída que soy, no hay taxi cuya intimidad me haya empujado jamás al examen de conciencia, ni al arrepentimiento, ni a contar mis pecados al conductor, ni a cumplir penitencia alguna. En mi caso, pues, la posibilidad de una confesión durante el trayecto está descartada.
Es más, la cercanía con un desconocido me incomoda y mi máxima aspiración cuando tomo un taxi es que el conductor me lleve a donde le indique sin empeñarse en entablar una conversación, intrascendente o no, que ni me apetece ni busco. Y eso sin hablar de que, como aficionada a lo negro y criminal, nunca puedo evitar un estremecimiento al subir en el coche de un desconocido, por mucha licencia que le respalde (¡007 también tiene una licencia!), algo contra lo que siempre te previenen, sobre todo si eres mujer, familia, amigos y policía.
Aunque en Taxi de Zanón hay bastante sexo, predominan los polvos deprimentes de esos que, tras el desahogo físico, ahondan la distancia entre sus participantes.
En cuanto al humor del que hablan otros reseñadores, debo decir que yo no lo he encontrado. Incluso la escena del cementerio, esa en la que un iluminado llamado Jesús trata de resucitar a un joven recién fallecido, lejos de despertar mi hilaridad me produjo tristeza por hacer evidente que cuando eres incapaz de asumir la pérdida de un ser querido puedes acabar cayendo en las manos de cualquier desaprensivo.
Carlos Zanón me encochó a finales de agosto y, durante más de una semana, me ha hecho debatirme entre el deseo de abandonar la lectura, por no soportar la agonía existencial de quien solo ha tenido facilidades en la vida y, aburrido, se empeña en buscar complicaciones para hacerla más atractiva, el fastidio por referencias musicales que me aturullan (nunca había escuchado a The Clash ni creo que vuelva a hacerlo) y la creciente atracción por la trama negra (en la que se entremezclan drogas, dinero y lealtades) que, casi escondida pero muy bien contada, transcurre, late, bajo las ruedas de los taxis de Sandino y colegas (Sebas, el Bólido, Rafa y Pelopo), el bar Olimpo de Héctor (no el príncipe troyano sino un expolicía chungo) y las arterias de una Barcelona que, poco acogedora, como la mayoría de las grandes urbes, reclama, exige su parte de protagonismo.
Era mi primera vez con Carlos Zanón.
Prometo que no será la última.
TaxiCarlos Zanón Salamandra