Teresa Suárez
Sinopsis:
«Una escena salvaje y violenta ocurre en un local en una calle en el centro de Sevilla. El dedo índice del protagonista aprieta el gatillo para acabar con dos indeseables que estaban a punto de torturar a un hombre maniatado en una silla. Pero ¿por qué lo torturaban? ¿De dónde salió su salvador? ¿Quiénes son los responsables de las desapariciones de personas sin hogar en la ciudad en los últimos meses?».
Fue Salva Alemany (@jacksshadows), uno de mis ocasionales consejeros de lecturas, quién me instó a leer Matar cabrones de Fernando Mansilla.
¡Y a ello me puse!
Ni sabía nada del tal Fernando («ha sido cantante, poeta, novelista, dramaturgo. La suma de esas facetas lo convertía en un filósofo de la vida cotidiana». —Diario de Sevilla) ni había oído hablar de Matar cabrones, novela «en la que estaba trabajando en el momento de su fallecimiento».
¡Me lo estaba perdiendo!
Protagonizada por Abelardo Fernández, un individuo de edad, «enclenque y poco amenazador», un ex musico que ya no tocaba el saxofón como antaño, cuando empiezas a leer Matar cabrones, historia que habla sobre los parias de la tierra, la célebre famélica legión (doblemente famélica, en este caso, por la adicción a las drogas), no imaginas al autor como un escritor al uso sino como un artista callejero de esos que ofrecen su espectáculo en las plazas de las ciudades. Alguien capaz de cantar, tocar instrumentos, recitar hermosos poemas o contar historias que se ganan rápidamente el favor del público. ¡Vamos, un auténtico juglar!
El barrio, viejos amenazadores («yo no quería sentir aquel rencor, no quería ser así. Es la puta edad, que me ha hecho ser tan malicioso»), perros problemáticos («tardé una décima de segundo de más en cogerlo por el collar, una décima de segundo que fue crucial, porque cuando le eché mano ya le había hincado el diente en la pantorrilla»»), y el convencimiento de algunos de que los sujetos que se encuentran en situación de vulnerabilidad nada tienen que aportar a la sociedad. Peligroso convencimiento ese que, mientras vuelve a unos indiferentes ante el sufrimiento ajeno, y propensos al trato vejatorio y a la agresión, transforma a otros en víctimas potenciales («alguien se dedicaba a pegarles palizas, a quemarlos mientras dormían al aire libre. También se decía que envenenaban a sus perros con salchichas rebosantes de matarratas»).
La filosofa Adela Cortina puso nombre a este fenómeno: aporofobia lo llamó. Odio al pobre («Todos los días en el mismo sitio, rondando por las mismas esquinas, efectuando los mismos gestos, gastando las mismas bromas, impregnando el barrio con su mal olor, atentando contra el buen gusto ciudadano, siempre mal vestido, lleno de manchas, dando mal ejemplo a los espíritus débiles. Ejemplo de molicie, de vagancia»).
Cuando llego a la página 218, la aparición de una inocente palabra, ALCAUCILES, gracias al señor Mario Marín (@marioelectric) y su novela Mañana es el día siguiente (¡no me digan que no la han leído!), primero me traslada a Huelva y después, de manera inmediata, me revuelve el estómago.
De vuelta en Sevilla, mientras camino a su lado, expectante, por la Alameda de Hércules, recorro las calles de la Macarena, nos alejamos por Santa Clara, visitamos polígonos industriales, o tomamos café, y media de pan con aceite, en bares, esos lugares tan gratos para conversar, Mansilla me va mostrando que aunque Sevilla tenga un color especial y siga teniendo su duende, a veces ni sigue oliendo a azahar («una peste espesa y fétida a excrementos y vomito me hace retroceder un paso, pero me sobrepongo, me planto, por fin soy capaz de contener las arcadas») ni te gusta estar con su gente («Pepito (…) tenía la piel dura y áspera de los supervivientes, y una desconfianza innata con los psicópatas, detectaba la sinrazón al instante, y aquellos dos individuos, el de la coleta y el otro con la cabeza rapada, le daban mal rollo (…) Supo que le iban a hacer daño, sin ninguna duda, solo había que oírlos, el tono de voz, la mirada, la zalamería»).
Cuando encontramos a la gitana del romero, una auténtica Furia (según la mitología griega, las Furias o Erinias eran criaturas que aplicaban el castigo divino a los culpables de malas acciones), que se revuelve contra sus torturadores y les hace beber de su propia medicina («sintió un dedo penetrarle hasta el cerebro, luego, no sabe cómo, cayó al suelo, sintió que le pisaban la cara, escucho jurar en una lengua antigua, desconocida, irreproducibles juramentos pavorosos»), nos cambiamos con disimulo de acera.
Pero la cosa no mejora porque, hay tantos cabrones que matar pululando por la capital hispalense («La filosofía del Pep es su revolver. Ahora lo voy entendiendo. Matar cabrones, volverse majara en un mundo de majaras»), que, cuando llegas al final de la historia, solo tienes un pensamiento en mente: ¡vámonos de aquí pero ya!
Como novela inconclusa que fue, los editores de Barret optaron por incluir una línea argumental distinta, un bonus track lo llaman, que Mansilla barajó un tiempo, pero finalmente descartó.
Haberla incluido permite comprobar que Fernando no se equivocó al desecharla: ¡el desenlace es perfecto!
Y no lo olviden: cuídense de los viejos vengativos («El puto viejo Ricardo Manuvench, que es menos viejo que yo, pero que yo veo como un viejo horrible, candidato a mis venganzas. Así que quizás vaya llegando la hora de responder a las agresiones porque me voy haciendo mayor, y si no es ahora no será nunca. El tiempo se acaba»).
Si no me creen, lean a Carlos Bassas del Rey (@Justo_BCN) que de viejos crueles, irascibles y desconfiados también sabe un rato.
Después me cuentan.
Matar cabrones
Fernando MansillaEditorial Barrett