Teresa Suárez
En Valladolid, un corredor anónimo avisa la policía de que ha encontrado, en el paseo del río, el cadáver de una joven horriblemente mutilada.
La brutalidad del crimen, y unos misteriosos versos que la Policía científica encuentra junto al cuerpo de la mujer asesinada, constituyen un aviso que el inspector de homicidios Ramiro Sancho, con un pie en Pucela y otro en Madrid (donde ha obtenido un destino que, promoción profesional aparte, le permitirá proporcionar a su madre, aquejada de Alzheimer, mejores cuidados médicos), hubiera deseado no recibir.
¿Motivo? Todo apunta a que dichos versos forman parte de la firma, esa que los criminólogos analizan para conocer la psicología del asesino, qué compulsión lo domina, cuál es su motivación para matar.
Basada en la novela del mismo título, Memento mori (recuerda que morirás) es «un thriller policíaco que explora la relación entre un asesino y el policía que le persigue, en un duelo a vida o muerte, ayudado por el peculiar Carapocha (Juan Echanove)».
Compuesta de seis episodios, esta serie es la adaptación para la televisión de la primera entrega de la trilogía Versos, canciones y trocitos de carne (Memento mori, Dies Irae y Consummatum est) escrita por César Pérez Gellida.
Por los motivos que expliqué en mi reseña de La suerte del enano, única novela que he leído de este autor, no me animé a seguir explorando el universo de Pérez Gellida. Eso, indudablemente, influyó en que me acercara a la serie con cierta desconfianza.
El inspector Ramiro Sancho (Francisco Ortiz), con su ira permanente (se enfada lo mismo cuando aparece un cadáver que cuando le atizan en un partido de rugby), y Carapocha (Juan Echanove), cuyo papel considero el menos creíble de toda la serie, no ayudaron mucho inicialmente.
Así pues, deambulaba, escéptica, por el primer episodio de Memento mori cuando, de pronto, dos elementos vitales, tanto en la novela como en la serie, captaron mi atención.
Aunque las referencias a grandes obras de la literatura universal (como La metamorfosis de Kafka o el Ulises de Joyce) tienen un peso importante en la trama, es, en mi opinión, la banda sonora el aspecto más sobresaliente de la serie.
Una discoteca, una balada rock («una canción para cada momento y un momento para cada canción») y un primer plano del principal protagonista, me dejaron, sorprendentemente, hipnotizada.
La imagen de Augusto Ledesma, cantando Maldito duende, de Héroes del Silencio, mientras se acerca, seductoramente, a las mujeres que se encuentran en el local, me atrapó. Considero que Bunbury, con su estilo inconfundible, su voz de barítono y la complejidad de sus letras, es una muy acertada elección para presentar en sociedad a un sofisticado sociópata narcisista (sentimiento de superioridad, necesidad de admiración, manipulador).
Y si esa escena es buena, el reencuentro de Augusto con su madre, mientras suena de fondo ese Bravo de Nacho Vegas y Bunbury, es ¡sencillamente, sublime!
Yon González (actor que se dio a conocer recreando adolescentes pijos en series como SMS o El internado) cantándole a su progenitora eso de «te odio tanto, que yo mismo me espanto, de mi forma de odiar», lagrima incluida, te golpea. Es una interpretación de diez, porque sabes que Ledesma, incapaz de sentir empatía por el sufrimiento de otro, se burla de la figura materna, escenificando un dolor y una rabia que está lejos de sentir.
De hecho, me impactó tanto que hasta logró elevar a Augusto Ledesma al número uno de mis criminales de ficción autóctonos, desbancando al que, desde 2016, ocupa lo más alto del pódium: el asesino serial de la película Que Dios nos perdone de Rodrigo Sorogoyen.
Duró poco.
Tras un intenso capítulo cuatro, el quinto y el último se encargan de que la serie caiga en picado.
Ese secreto del pasado, que toma cuerpo en el último episodio, cambia el curso de la historia y, como todo elemento folletinesco que se precie, le añade un componente dramático, vale, pero, lejos de insuflar profundidad psicológica al enfrentamiento entre el bien y el mal, es tan poco verosímil que hace que la serie pierda la batalla por la audiencia.
Al no haber leído ninguna de las entregas que componen la trilogía Versos, canciones y trocitos de carne, de Pérez Gellida, no sé si la culpa es achacable al autor de Memento mori, la novela, o a los guionistas de Memento mori, la serie.
Lo que sí les digo es que, hasta el capítulo cuatro, aunque solo sea por la música y, especialmente, por Yon González bajo la piel de Augusto Ledesma, merece la pena ver la serie.
Para despedirme, ahí va una estrofa de Y al final, otra de las canciones de Bunbury que integran la banda sonora de Memento mori:
Permite que te dedique
la última línea.
No importa que te disguste
esta canción.
Así mi conciencia
quedará más tranquila.
Así en esta banda
decimos adiós.
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