Un comando del Mossad, formado por dos hombres y una mujer, planea secuestrar al criminal de guerra nazi Dieter Vogel (Jesper Christensen), el cirujano de Birkenau, en Berlín oriental, cuando existía el Telón de Acero. Pero la acción, tras el éxito inicial, fracasa y los agentes deciden mantener el engaño del éxito de la operación ante los suyos y asumir un papel de héroes que no les corresponde. Treinta y dos años más tarde el monstruoso asesino reaparece en un asilo y la agente Rachel Singer (Helen Mirren) decide acabar en solitario el trabajo que dejó inconcluso.
No tiene el británico John Madden precisamente un historial muy brillante a sus espaldas (Shakespeare enamorado y La mandolina del Capitán Corelli son sus películas más conocidas, y ninguna de ellas es para echar las campanas al vuelo sino todo lo contrario), pero en La deuda, con un guión redondo que se inspira en una película israelita precedente (Ha. How de Assaf Bernstein), está brillante e inspirado, mantiene en todo momento la tensión, sabe intercalar las escenas del presente con las del pasado y tiene en vilo al espectador hasta el último fotograma. Tiene oficio John Madden y sabe desarrollarlo con un guión perfecto y medido al que pone las imágenes con convicción.
Hay destellos en La deuda de las buenas películas de espías que se rodaron en la gloriosa época del Telón de Acero, de las historias de John Le Carré en esa recreación sórdida del gélido Berlín dividido y vigilado por los siniestros vopos, de filmes como El espía que surgió del frío de Martín Ritt con el rostro apesadumbrado de Richard Burton, por poner un ejemplo. Planea por ella, también, el aliento de uno de los mejores filmes de Spielberg, Munich, en el retrato que hace de esos tres agentes del Mossad a los que retrata Madden en 1965 (unos fantásticos Jessica Chastain, la protagonista de El árbol de la vida; Marton Csokas y Sam Worthington encerrados y con tensiones sexuales) y en Tel Aviv 32 años más tarde (Helen Mirren, una de las mejores actrices del momento; Tom Wilkinson, un secundario que siempre es una apuesta segura, y el atormentado Ciarán Hinds, que también actuó para Spielberg en Munich como agente del Mossad y aquí repite). Y hasta podemos ver en el retorcido criminal Dieter Vogel un cruce entre Hannibal Lecter (pese a estar encadenado, el prisionero domina a sus guardianes con su diabólica personalidad y la fascinación que ejerce el mal) y el nazi dentista que interpretaba Laurence Olivier en Maratón Man y torturaba a Dustin Hoffman. Pero todas ellas son buenas influencias, destellos de excelentes filmes del pasado que el habilidoso Madden regurgita con maestría y el producto final, un trhiller impactante y sin decaimientos en ninguno de sus dos tramos temporales, se acerca mucho a la obra redonda dentro del género.