“…creamos monstruos y confiamos en que las lecciones implícitas que hay en sus relatos nos guíen cuando nos tropecemos con lo más horrible de la vida.” (John Connolly, Nocturnos)
No pocas veces se ha calificado a la novela policial o a la novela negra como un divertimento. Desde luego no lo fue en su origen (Poe, Dickens, Wilkie Collins…). Solamente su vinculación al folletín y a la novela por entregas, la prolífica producción literaria de los grandes de la golden age como Agatha Christie y su incorporación al pulp (Black Mask) en el nacimiento de la novela negra americana pueden llevar al lector primerizo a esa errónea conclusión. En la novela negra hay literatura y de la buena. Eso es ya una cuestión indubitada. Sin embargo, sí es cierto que esa literatura de calidad que esconde la novela negra pocas veces se ha acercado a las fronteras del horror, de la literatura que estremece en su lectura, de la oscuridad como un ambiente que oprime, que asusta, y no como una mera tonalidad cromática cercana al noir.
Cuando Poe escribe relato policial, se acerca más a la creación del canon del whodunit que al relato fantástico y de terror que con maestría domina. Cierto es que Poe bebe de Thomas De Quincey, y de sus ensoñaciones producidas por el láudano aprende a entender la oscuridad del mal. Los terrores soñados por De Quincey en Suspiria de Profundis y la terrorífica Mater Tenebrorum con la que muchos años más tarde nos asustó Darío Argento, incluso la trama cercana a la novela negra de Klosterheim o La Máscara (un ser misterioso escondido tras una máscara, castillos, mazmorras…) son referencias -y no las únicas- que han venido a mi mente inmediatamente cuando me sumergí en la lectura de El hombre de la máscara de espejos de Vicente Garrido y Nieves Abarca.
El hombre de la máscara de espejos es ya la tercera novela escrita por Nieves Abarca y Vicente Garrido (“Tanto monta…”). La semblanza (rápida, casi telegráfica) de esta pareja la compartíamos en esta revista hace poco. Los personajes de aquella primera novela, la inspectora Valentina Negro y el criminólogo Antonio San Juan, convergen de nuevo en la investigación de unos crímenes seriales. Si en Crímenes exquisitos el asesino era conocido como El Artista y en Martyrium -la segunda de sus novelas- como Il Mostro, en esta entrega se enfrentan a un asesino que no busca la publicidad. La inspectora investiga la desaparición de una joven ocurrida años atrás, mientras el criminólogo recibe de un amigo desaparecido -y asesinado- la pista (un vídeo snuff) que le permite descubrir la existencia de una organización criminal que secuestra y asesina a jóvenes, grabando sus torturas y asesinatos en vídeos que se destinan, sin duda, a la comercialización o al disfrute personal de pervertidos que ocultan su identidad tras máscaras bajo la mirada atenta de un terrorífico maestro de ceremonias cuya identidad se oculta tras una máscara de espejos.
El lector es introducido rápidamente en la realidad, en el horror más tenebroso. Va conociendo a los integrantes de la organización criminal, ayudantes, expertos asesinos, clientes degenerados y presumiblemente adinerados, todos conformando un grand guignol nauseabundo y terrorífico a la vez. El lector, que ha visto recientemente la alabada True Detective, reconoce en su interior una sensación conocida, la arcada estomagante que le produce imaginar las acciones más sádicas y aberrantes que el ser humano puede cometer para su deleite. Es la misma reacción que siente uno de los detectives de la serie televisiva al ver un vídeo. El horror, el asco, el deseo de no leer páginas más adelante una nueva descripción de dichas atrocidades y centrarse en la investigación policial. Pero Nieves y Vicente no nos permiten tal descanso. La investigación se desarrolla con el frenesí de una montaña rusa. Otros personajes ya conocidos por el lector (como Lua, la periodista de la primera entrega) ocupan su lugar en la trama. Investigadores y víctimas potenciales a la vez. Otros, como un impagable policía escoces, forenses, agentes de la policía integrantes de esta magnífica y -ya me estoy confesando- obra coral en la que cada uno ocupa una perfecta posición en la investigación en perfecta sincronía con el resto, incluyendo las bellas mujeres, potenciales víctimas de torturas y asesinato.
Con esto ya tendríamos una buena novela negra que -nuevamente- muchos califican como thriller y que este lector recomendaría sin género de dudas. Sus páginas se devoran con facilidad y la investigación criminal y forense es, como en las entregas anteriores, descrita con la pericia y habilidad de quienes conocen de perfilación criminal, de procedimientos de investigación y de la confección literaria -y con ello no me refiero al acierto en la elaboración de los diálogos o el perfil de los personajes-, de la descripción de una investigación a través de tramas cruzadas y concurrentes en una hábil concatenación de capítulos y capítulos dentro de capítulos. Nieves y Vicente dan un paso más: son capaces de acertar con el decorado que esta ópera del terror se merece. Creo que, sin temor a equivocarme, puedo probar la autoría de Nieves (y sus estudios de Historia del Arte en la Universidad de Santiago) como la máxima culpable de esta labor sin fisuras. La creación de un auténtico clima de sombras y oscuridad, de horror dentro del horror de la propia historia. La máscara de los espejos que oculta al ignoto asesino no es sino el primero de los elementos que conforman este decorado. El Palacio de la Oscuridad repleto de sombras y pasadizos es un espacio que el lector imagina como el palacio de los horrores, sensación que los autores se encargan de apuntalar con una de las muchas referencias que el lector reconoce inmediatamente: el hallazgo en la biblioteca de uno de los criminales de un libro sobre la carrera delictiva de H. H. Holmes (Hermann Webster Mudgett) y su Castillo de los Horrores del Chicago de la Exposición Universal de 1890, un episodio de lo más abyecto del ser humano que describimos hace un tiempo en esta revista.
El lector que no conozca esta referencia antes de la lectura de El hombre de la máscara de espejos hará bien en sumergirse en el horror sin temor, porque solo entendiendo el horror entenderá la maldad humana reflejada en esta historia de monstruos, como diría John Connolly. No es la única referencia. Algunos son elementos casi sobrenaturales, como las Manos de la Gloria, intrigante elemento mágico que podemos relacionar en los orígenes de la novela policial con aquella “mano de gloria” que la leyenda dice que poseía Vidocq para infiltrarse desde una mágica invisibilidad para detener criminales y para continuar con sus robos bajo las mismas narices de la policía de estado de Fouché. Otros son artísticos, como los Jeroglíficos de las postrimerías (Finis Gloria Mundi e In ictu oculi), los tenebrosos cuadros culmen del “periodo macabro” del pintor barroco Juan de Valdes Leal para el Hospital de la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla y su significado oculto, unidos para siempre a la iconografía cinematográfica de Luis Buñuel. Y más elementos macabros (el corazón de Espoz y Mina o el ataúd de la gran Sarah Bernardt) cuyo sentido deberá investigar el lector cómplice para sumergirse en la oscuridad de esta obra.
Pero detengámonos por un momento en la referencia cinematográfica. Hay otro escritor que, como Thomas de Quincey, fue capaz de soñar sombras dentro de la oscuridad que nos han acompañado hasta nuestros días. Fue un irlandés, Sheridan LeFanu. Entre todos, sus bellamente tenebrosos relatos de oscuridad y fantasmas (LeFanu también creó un maravilloso y olvidado detective, pero eso es otra historia) hubo dos, Carmilla y La posada del Dragón Volador, incluidos en una recopilación (In a Glass Darkly) que crearon una saga imperecedera: la de Drácula, el vampiro, y Van Helsing, su perseguidor, nacidos de la evocación de la pesadilla soñada por LeFanu en los personajes de Carmilla y el Barón Vorderburg en la mente soñadora de otro irlandés como fue Bram Stoker. Pero también estos relatos permitieron al director Carl Theodor Dreyer crear, en 1931, Vampyr, la historia de un castillo habitado por sombras. La historia de una pesadilla. Una película única. Un castillo que representa la esencia del expresionismo alemán (San Juan se refiere a la utilización del castillo de H. H. Holmes como el modelo de un castillo expresionista). Un castillo que fue decorado por Hermann Warm, el mismo director artístico de El Gabinete del Doctor Caligari de Fritz Lang. Un castillo que, aunque en la novela se convierte en la realidad en el Castillo del Temple, en la imaginación de este lector fue el Palacio de Oscuridad de la novela, aunque también he de reconocer que una mano con un cuchillo que emerge entre las sombras me evocó inmediatamente a la garra surgiendo de la oscuridad de otra obra maestra del terror y la intriga: El gato y el canario (1927), de Paul Leni.
Castillos y sombras. Asesinos ocultos tras mascaras. Bellas mujeres asesinadas. Una investigación contra el reloj. Si dejamos atrás las acertadas referencias artísticas y macabras, nos queda un esqueleto (va a resultar que esta reseña también es macabra) que el lector identifica no tanto como una novela negra al uso y, por supuesto, no como un whodunit clásico, pero tampoco meramente como un thriller. Para mí, en El hombre de la máscara de espejos hay más. Es la evocación de “algo” ya conocido. Es la traslación, con una calidad exquisita, de un producto cinematográfico muy popular en el pasado. Me estoy refiriendo al giallo, aquel genero de la camarografía italiana de los años setenta que conjugaba el policial con el thriller y con el terror en distintas proporciones según el titulo. Con ello vuelvo a Darío Argento (en esto caso es Valentina quien en la trama reconoce el sistema para captar las víctimas como propio de una película de Argento) presente al inicio de la reseña, pero también a Mario Bava, Lucio Fulci, Sergio Martino o incluso Brian de Palma. Si en Profondo Rosso (inolvidable) son los guantes de cuero negro los que identifican al asesino, en El hombre de la máscara de espejos es la diabólica “máscara de espejos” la creadora del clímax. Afirmo, pues, que más que un thriller, El hombre de la máscara de espejos es un giallo de calidad que merece sin duda ser llevado al cine con prontitud (Ediciones B ya debería estar mandando un ejemplar a Darío Argento y Nieves preparándose en mayo de 2015 para asistir en Madrid al Nocturna con el homenaje al maestro Argento). Esa impronta de calidad la da este tándem, Vicente y Nieves (“…monta tanto”) que avanza a pasos agigantados para convertirse en indispensable en la biblioteca no solo de este lector policial sino de muchos otros. La clave está en su conocimiento de la criminología, campo en el que Vicente es una referencia indiscutible, y esa complicidad entre el arte y la muerte que Nieves nos regala en cada novela, y que no es sino un fiel reflejo de una realidad histórica para muchos desconocida pero apasionante, una historia en la que el arte y el crimen confluyen con asiduidad (una breve licencia de este lector: lean la historia de Carlo Gasualdo, el príncipe de Venosa -el “príncipe de la oscuridad”- grandísimo artista, pérfido asesino de su mujer y de su amante y creador de una obra musical -los Tenebrae- que nos evoca inmediatamente -otra vez- a Thomas de Quincey y su Mater Tenebrarum).
Arte y oscuridad. Misterio y suspense. Si tras un gran artista puede ocultarse un monstruo no duden que tras una novela negra como El hombre de la máscara de espejos encontaran placer para disfrutar de la literatura de calidad empaquetada en el amarillo de giallo más exquisito. Sumérjanse sin miedo en el horror.
«Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos…»
Jorge Luis Borges
El hombre de la máscara de espejos
Ediciones B
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