Afortunadamente, no hemos tenido que esperar más de seis meses para seguir recibiendo noticias de este romano desterrado al Valle de Aosta, de nombre Rocco Schiavone y profesión subjefe de la policía italiana.
Le conocimos en Pista negra, le vimos evolucionar en La costilla de Adán y, ahora, madurar en cierto modo en la nueva entrega que llega por primavera, como debe ser: Una primavera de perros.
Y digo madurar -en la medida en que puede madurar un tipo como Schiavone, ya en una cierta edad y encantado de conocerse- porque observo con agrado cómo, poco a poco, nuestro subjefe se va desprendido de ciertas actitudes de gallito de corral, esa pose de “machito” perdonavidas con las mujeres que no me terminaba de agradar y, si bien no ha perdido su gusto por las féminas -ni falta que hace- sí parece más centrado en una sola aostana, al margen de que mantenga fidelidad eterna hacia su difunta y siempre presente esposa.
Encontramos en esta primavera perruna una trama mucho más trabajada, algo más compleja frente a la relativa simplicidad de las anteriores novelas en las que el caso a resolver era más bien una excusa para conocer al protagonista y su hábitat natural, sus relaciones profesionales, familiares y personales. Ahora veremos cómo Rocco y su equipo se enfrentan a un accidente de tráfico que no debería tocarles en suerte por no ser asunto de su negociado y a un aparente caso de secuestro cuyas víctimas -los padres de la secuestrada- se niegan a denunciar en dos tramas que se van complicando por momentos y que pondrán a prueba la perspicacia y constancia de un Schiavonne más desbocado si cabe que de costumbre. Por si fuera poco, dos subtramas extra que proporcionan un segundo desenlace casi más interesante que el principal y, desde luego, mucho más sorprendente que, supongo, dará bastante juego en novelas posteriores. Y hasta aquí puedo leer.
Incluso en las propias solapas de la novela se destaca lo evidente, en frases extraídas de diversos medios escritos o facilitadas por autores previo encargo de su editor: la similitud entre dos policías separados por un estrecho y toda una península, uno ejerciendo en Vigàta y el otro en Aosta. Y sí, está claro que Antonio Manzini ha tomado al Montalbano de Camilleri como modelo para componer a su protagonista, pero sobre todo a su entorno laboral, con un par de colaboradores en quienes puede confiar plenamente y otros dos que dejan al inefable Catarella a la altura del barro en cuanto a estulticia e ineptitud. También en parte en lo íntimo, con una Anna que cada vez puede ir recordando -el tiempo lo dirá- a la eterna novia del siciliano.
Sin embargo, en mi opinión, se da una mayor “montalbanización” del entorno que del propio personaje, pues Schiavone, afortunadamente, se está desarrollando como una entidad propia, con sus particulares fantasmas y ese carácter mucho más irascible e imprevisible que le impide disfrutar de esos pequeños placeres -más allá del canuto matutino- que suponen una buena comida en lo de Enzo o un relajante baño en la playa de Marinella. Claro que, bien pensado, como para introducirse en las gélidas aguas de un lago de esas montañas que tanto detesta, ¿no?
Por mi parte, y siendo odiosas como son las comparaciones, me quedo con los dos, a la espera de lo que pueda suceder en el futuro de estos dos hombres separados por una itálica bota.
Una primavera de perros
Antonio Manzini
Trad.: Regina López Muñoz y Julia Osuna Aguilar
Salamandra Black
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