«Manguis», de Paco Gómez Escribano, por Ricardo Bosque

manguisRicardo Bosque

Antes de que los Vaquilla, Torete, Pirri, Jaro y compañía comenzaran a hacer de las suyas a finales de los setenta y principios de los ochenta (y a quienes Paco Gómez Escribano dedicó la primera entrega de su trilogía de Canillejas en la novela Yonqui), el barrio madrileño ya apuntaba maneras en esto de los palos, consumo y tráfico de drogas y delincuencias varias. Eran los tiempos del desarrollismo franquista -con el dictador a punto de palmarla; en la cama, eso sí, como las gentes de bien-, tiempos en los que la capital empezaba a absorber como un agujero negro a las diferentes localidades que estaban dentro de su campo de gravedad. Absorber para alojar a miles de inmigrantes, no para dotarlas de servicios básicos. Absorber para especular en el futuro, abriendo, por ejemplo, bocas de metro en descampados, a gran distancia de los habitantes de aquel momento y a la espera de otros con más recursos que poblasen la zona unos años más tarde.

Buen caldo de cultivo, el de los años setenta, para ir preparando el terreno de lo que el autor nos ha contado en la citada Yonqui, en Lumpen después (escrita a cuatro manos junto al genial Luis Gutiérrez Maluenda) y en estos Manguis fundacionales que cierran la trilogía haciendo que el lector se traslade, durante unas horas de puro disfrute, al principio de todo.

Allí conoceremos a Luis Fores, inspector de los de toda la vida, de los que se han pateado las calles y repartido hostias como panes, cercano a la jubilación y esperando, como cierre de su carrera policial, el ansiado y merecido ascenso a subcomisario. Pero corren -o se supone que correrán, cuando la palme el Caudillo y le suceda el Campechano- nuevos tiempos, tiempos que requieren caras jóvenes, policías con buena planta y carrera universitaria para liderar una policía más cercana -al menos en apariencia- al ciudadano. Y ahí está Jerónimo Cabezas, el odiado trepa que será finalmente el elegido para el cargo, dejando a un Fores desesperado y resentido, resentido con los mandos y desesperado por conseguir un retiro económicamente a la altura de lo que cree merecer.

Y si para ello hay que asaltar un furgón blindado, se asalta. Y si para ello hay que compincharse con el capo del barrio, se compincha. Y si para ello hay que tragar con un equipo tan inútil como el de Atraco a las tres -pero mucho más violento y menos entrañable, claro- se traga.

Dos putas, un yonqui y dos politoxicómanos no parecen el equipo ideal para dar un palo de esas características, pero si es un grupo perfecto para conocer de primera mano, con el lenguaje de la calle, el clima económico y social en el que tuvieron que sobrevivir miles de ciudadanos que en otras circunstancias habrían sido “normales” y sin embargo fueron condenados al mal trabajo -quien lo tenía-, a las horas muertas en compañía de alcohol barato, a las barriadas infames como mejor patio de recreo, tipos a quienes solo les quedó la navaja o la pipa como herramientas con las que ganarse la vida y la jeringuilla como instrumento con el que perderla.

Gómez Escribano consigue una novela plena, la mejor de la serie sin duda. Hay un momento en que parece que al autor se le reblandece el corazoncito animado por esas fiestas que dicen entrañables y que caen a final de año, pero no, todo es un espejismo necesario para lo que vendrá después, para esa traca final de una historia que termina… Buf, como no esperaba que fuera a terminar, otro tanto que se apunta don Paco.

A través del NO-DO conocimos la cara limpia de la España franquista, la de las inauguraciones de pantanos, los premios de natalidad, las obras de caridad y los éxitos deportivos. A través de esta trilogía de Canillejas tenemos acceso a la cara más sucia de la moneda, la que jamás nos mostraron en los cines como aperitivo de la película que queríamos ver.

La realidad de las calles, la ficción de las pantallas.
Manguis
Paco Gómez Escribano
Erein
 

Puedes seguirnos en Google+, Twitter y Facebook

Deja un comentario