En su inmensa mayoría, por no decir en su totalidad, las novelas de género criminal, en todas sus variantes, policial clásico, negra, enigma, thriller psicológico, etc., se estructuran siempre alrededor de un crimen: asesinato, secuestro, robo, extorsión o todo tipo de delitos que la mente humana pueda imaginar y perpetrar. Y aunque parezca una obviedad, seguramente porque lo es, siempre que se produce un delito hay alguien que lo sufre, una víctima. Una víctima que, curiosamente, pese a ser indispensable para que haya un crimen y, por tanto, una historia que contar y leer, en muchos casos prácticamente apenas aparece a lo largo de la narración.
Es cierto que, según sean las novelas y cómo las estructuren sus respectivos autores, la víctima puede ser innecesaria, e incluso desaparecer de escena una vez cumplido su cometido primigenio, ofrecer una excusa para que los auténticos protagonistas (policías, detectives, asesinos, periodistas, ladrones o aristócratas aburridos) de la trama desplieguen su ingenio y habilidades hasta la solución final; o a veces, en otras ocasiones, precisamente para llegar a dicha solución, puede ser diseccionada de arriba abajo hasta llegar a conocer, en el caso de que fuese necesario o incluso sin serlo, la talla de calzoncillo que usaba, con el fin de que esos datos ayuden a esclarecer el enigma que se adivina al fondo del crimen cometido.
Y sin embargo incluso en esta última tesitura acabamos sabiendo un montón de datos sobre la víctima, pero muy poco acerca de sus sentimientos. En realidad, en el caso más típico de la novela policial, el de la investigación de un asesinato, no es posible conocerlos, los muertos ni sienten ni padecen, pero hay otro tipo de víctimas, los familiares o allegados más cercanos que son quienes sí sienten y padecen, en ocasiones hasta límites inhumanos, las consecuencias del crimen cometido. Este tipo de víctimas ni siquiera son esbozadas en la inmensa mayoría de las novelas criminales. Se supone que no añaden nada al núcleo central de la historia y por ello son pocos los autores que se fijan en las mismas y mucho menos los que las tratan en profundidad. Encuéntrame es una de las excepciones a esa regla.
La novela de Gilly Macmillan parte del secuestro de un niño y la consiguiente investigación policial. Se trata de un hecho capaz de conmover a los lectores. Nuestras peores pesadillas suelen consistir precisamente en que nuestros hijos pequeños o los de nuestros amigos o familiares sufran algún tipo de ataque o agresión, por eso las novelas en las que los niños aparecen como víctimas tocan nuestra fibra más sensible. Aun así, una vez hemos entrado en el juego que nos propone el autor, casi nos olvidamos del hecho que ha originado la investigación y nos centramos en ésta. Macmillan consigue, con su manera de estructurar la novela, romper estos esquemas.
Encuéntrame se asienta sobre dos pilares. Por una parte la investigación clásica. Han secuestrado a un niño y hay que encontrarlo cuanto antes, preferentemente con vida. El segundo pilar es, precisamente, la madre del niño. Una mujer divorciada, que aún no ha asimilado del todo su fracaso matrimonial, y que está criando a su hijo en solitario. Un aciago día para ella permite, en la creencia de que es bueno darle más autonomía y libertad para que pueda ir creciendo y desarrollándose, le permite que se adelante mientras están paseando en un bosque y cuando va a buscarlo ha desaparecido. Por mucho que lo buscan ella, amigos y la policía, no aparece. Se produce un sufrimiento doble, el de la desaparición de su hijo y el de la creencia de que no le protegió como debía, que incumplió su deber de madre.
Esto último es recogido y multiplicado por las redes sociales, Facebook, Twitter, publicaciones digitales, que se ceban en ella y, en lugar de compadecerla por el sufrimiento que sin duda está padeciendo, lo acrecientan con sus ataques que pueden no ser sólo físicos, sino también materiales. El hecho, además, de que a raíz de dicho secuestro o desaparición salgan a la luz viejos secretos familiares y personales hará aumentar exponencialmente su sufrimiento y desesperación, que la autora recoge sin medias tintas, mostrándonoslos en toda su crudeza.
Esa mirada, compasiva aunque terriblemente objetiva, de los padecimientos de la víctima no mengua, sin embargo, la trama policial sobre la que se sustenta la novela, ya que vamos asistiendo paso a paso, junto a los sinsabores y problemas de la madre del niño desaparecido, a la investigación contrarreloj a la que se ven abocados los agentes encargados del caso. En ese sentido Gilly Macmillan se nos muestra como una inteligente muñidora de intrigas ya que incorpora dos voces que narran la historia en primera persona: Rachel Jenner, la madre del niño, y James Clemo, el inspector que coordina su búsqueda, contrastando sus narraciones de un modo muy hábil y sorprendente, ya que mientras la primera, pese a hablarnos del desgarro interior que sufría, se muestra muy lúcida y serena, incluso fría, al transmitirnos su historia, el segundo, cuya postura tendría necesariamente que ser más aséptica, nos da la sensación de estar más afectado de lo que sería esperable en un profesional, como si él también fuera una víctima. Lógicamente todo tiene su explicación, pero no son estas las líneas adecuadas para desvelarla, nada más lejos de mi intención que meter un «spoiler» en esta reseña. Tendrán que leer la novela para enterarse de eso y de mucho más. Háganme caso, creo que es un buen consejo.
Encuéntrame
Gilly Macmillan
Trad.: María del Puerto Barruetabeña Díez Alianza