Reseña: «Ojos ciegos», de Virginia Aguilera

Francisco J. Ortiz

Falansterio. Este es el nombre que recibieron las comunidades rurales autosuficientes concebidas por el socialista utópico francés Charles Fourier a comienzos del siglo XIX, y que debían ser la base de una profunda transformación social: se construirían de forma voluntaria por parte de sus integrantes, cuyo número ideal rondaría la cifra de cuatrocientos (en ningún caso se superaría los mil seiscientos), y estos desempeñarían distintas labores de acuerdo con sus pasiones y habilidades, lejos de cualquier obligación al respecto; además, ninguno de ellos albergaría sentido alguno de propiedad, ni común ni mucho menos privada (1). En la práctica, la propuesta de Fourier apenas dio pie a algunos proyectos que acabaron demostrando su inviabilidad.

Portrait of Charles Fourier (1772-1837) (oil on canvas) por Jean Francois Gigoux (1806-94)

Charles Fourier (1772-1837). Retrato de Jean Francois Gigoux

Falansterio. Así se llamaba también la novela que la escritora zaragozana Virginia Aguilera presentó a la convocatoria del XIX Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca, y que tras ser bendecida con el galardón por unanimidad del jurado del certamen acabó cambiando su título por el definitivo de Ojos ciegos. A nuestro parecer, una acertada concesión a la futura viabilidad comercial de la obra en un universo donde la propuesta teórica de Fourier solo ha sobrevivido oculta entre las páginas de los libros de Historia.

Esta concesión de cara a la galería (o mejor dicho, al mercado) es la única, y además extradiegética, de una novela escrita con un rigor y una profesionalidad sorprendentes en una escritora joven (nació en 1980) y con una carrera a sus espaldas todavía breve (esta es su tercera novela, al margen de algunos relatos publicados en distintas antologías). Podríamos hablar por tanto de una obra que confirma a su autora como una narradora nata de probado talento, y de la que se intuye -como suele ocurrir en el ámbito de la literatura de misterio y/o policíaca- que nos ofrece aquí la que podría terminar siendo la primera entrega de una serie. Y es que aunque Ojos ciegos podría pasar por una novela histórica por su cuidada ambientación en la España de finales del siglo XIX, dadas las libertades que se toma respecto de la realidad (la comunidad donde acontece el grueso del relato nunca existió) y, sobre todo, las características intrínsecas de la trama y de sus protagonistas, acaba situándose más bien dentro de los márgenes de la narrativa detectivesca o de misterio.

La acción de la novela se sitúa casi toda ella en el falansterio de Alegría, ubicado en el poblado de Villacadima, en Teruel. El nombre de esta comunidad utópica, además de evocador, resulta cruelmente sarcástico: la despensera del lugar ha desaparecido de forma misteriosa, y hasta allí llega la pareja formada por el juez Juan Carlos Rodríguez y su joven secretaria Candela para investigar el suceso. El hombre, prácticamente ciego, compensa su tara con las descripciones de su ayudante y las conclusiones a las que llega gracias al partido que saca al resto de sus sentidos y a su gran sagacidad. Por supuesto, ambos personajes beben de los investigadores literarios más célebres de todos los tiempos: los Sherlock Holmes y John Watson creados por Arthur Conan Doyle. Pero aunque los universos diegéticos de estos cuatro figurantes sean coetáneos, la mirada de Aguilera pasa más bien por el filtro revisionista del malogrado Umberto Eco en las páginas de su novela más célebre: El nombre de la rosa. Quizá sea por la considerable diferencia de edad que se da entre el juez Rodríguez y Candela que estos recuerden poderosamente a fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk, los protagonistas de la intriga medieval de Eco. También es posible que se deba al cuidado estilo de la prosa, que evoca una forma pretérita de expresarse moldeada en convención literaria y que aquí se aplica con tan buen oficio que logra vadear lo que me permitirán que denomine “el mal de Puente Viejo”: la siempre peligrosa falta de naturalidad que acaba revelando la impostura.

ojos-ciegosRespecto de las similitudes con la mencionada obra de Eco, merece destacarse igualmente que la construcción narrativa del relato le confiere una gran poder de evocación: Aguilera recurre a una variación del clásico recurso literario del manuscrito encontrado, de tan larga tradición en nuestras letras desde mucho antes del Siglo de Oro, para otorgar cierta verosimilitud a lo narrado; y el hecho de informar al lector desde las primeras páginas de que los protagonistas saldrán (más o menos) bien parados de su primera aventura juntos e incluso acabarán casándose y formando una familia les otorga a ambos caracteres una aura cuasi mítica a los ojos de la primera narradora de la historia, que no es sino la hija de ambos, y por extensión del propio lector.

No son estas las únicas reminiscencias de la novela llevada al cine por Jean-Jacques Annaud en el film protagonizado por Sean Connery, al margen también de que Ojos ciegos daría muy bien para ser adaptada al medio audiovisual: a poco que se indague en sus recovecos, la presente obra se erige en un relato que como aquella bebe de otros géneros narrativos… aunque en el caso de Aguilera la ficción resulte tan bien urdida que en ningún momento se perciban las costuras. Uno de estos géneros es el de la Bildungsroman, la novela de formación o de aprendizaje, en la medida en que el personaje de Candela se desarrolla como persona en su relación con el juez y con los terribles sucesos que se intuyen han podido suceder o siguen sucediendo en Alegría. Y al hilo de estos últimos, cabe señalar que el otro género fundamental del que se alimenta Ojos ciegos, sobre todo en su memorable tercio final (cuando acontece la ansiada resolución del enigma), es el de la narrativa de terror, concretamente en su vertiente gótica y con reminiscencias de la literatura inglesa y los gialli italianos: la importancia que desde el mismo título se da al sentido de la vista, como pronto descubrirá el lector no únicamente ligado al personaje del letrado invidente, la emparenta sin forcejeos con la escuela del cine de terror transalpino en la tradición de ilustres voyeurs y estetas de la violencia como Mario Bava o Dario Argento.

No obstante, al margen de estas y otras deudas con sus antecesores (ilustres o no, esa es otra cuestión al gusto de cada cual), la novela de Virginia Aguilera tiene entidad propia y resulta, en su concepción y su resultado, mucho más clásica y menos postmoderna que el libro de Eco… aunque esta última característica es, a estas alturas, en cierta medida inevitable en cualquier ficción consciente de la tradición en la que se integra. Pero a la postre lo que acaba importando es que, tal y como adelantábamos al principio de estas líneas, Ojos ciegos se lee con sumo interés gracias al creíble retrato psicológico de sus personajes, a la precisa construcción de la intriga y, muy especialmente, a la logradísima ambientación de la historia y el excelso estilo de su redacción… Elementos todos ellos que otorgan a esta excelente novela una de las propiedades más codiciadas por todos los escritores que en el mundo han sido, y que habitualmente queda relegada a los clásicos (algo que, lógicamente, Ojos ciegos no es porque en ningún caso podría serlo ya): la atemporalidad.

(1) Para ampliar información al respecto, se recomienda la consulta de los textos de Charles Fourier El Falansterio, antología de textos seleccionados con notas de Mario Vargas Llosa (Godot, 2008); y ¿Cómo educar para la libertad y la felicidad?, publicado en 1825 y recientemente recuperado en castellano (Errata Naturae, 2016).

 

Ojos ciegos
Virginia Aguilera
Reino de Cordelia

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