Juan Mari Barasorda
“Ante la Ley hay un guardian…” (Frank Kafka, 1914)
Así empieza la parábola que un sacerdote relata a Josef K. (El proceso, Kafka), una parábola que servirá para apreciar la resignación del individuo ante la ley y, de ahí, extraer la más acertada visión de la culpa jamás escrita: el hombre es libre para cumplir las exigencias que la ley le impone, incluso libre para ser un criminal… pero, ¿y el guardián? El guardián es un servidor. El inexorable defensor de la ley, el implacable perseguidor del criminal. Su capacidad para dar el “Alto en nombre de la Ley” al ciudadano tiene su origen en el Vagrancy Act (Ley de vagos maleantes) de 1824, conocida como Sus Law porque atribuye a la policía la facultad de identificar y detener al sospechoso (“suspected”) antes de cometer su crimen.
Pero, ¿es la eterna lucha entre el criminal y su perseguidor un terreno filosófico alejado del lector de la novela criminal? En absoluto. Hay una anécdota que relata Janouch, amigo de Kafka: éste ve una novela criminal en el maletín de su amigo que Janouch oculta rápidamente y Kafka le asegura que no ha de avergonzarse de tales lecturas. Crimen y castigo de Dostoyevsky es una novela criminal y el Hamlet de Shakespeare una novela de detectives argumenta el escritor. Son, a la postre, misterios a desentrañar, la búsqueda de la verdad. Pero si el lector es cómplice necesario en este juego literario con el escritor, no son menos necesarios criminal y detective y por ello. en la novela criminal, en la novela negra, todos ellos son cómplices y, sin embargo, de todos los cómplices del genero ha sido el guardián de la ley, el funcionario de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, el muchas veces olvidado y, en ocasiones, ridiculizado en su capacidad para llevar a buen puerto la investigación para mayor gloria del detective protagonista. Este oprobio fue atribuido al inspector Lestrade de Conan Doyle o al inspector Japp de Agatha Chrtistie.
Y sin embargo, muchas veces el guardián de la ley se convierte en el protagonista de la novela e, incluso, es el propio creador de las mismas.
Fouché fue calificado por Stefan Zweig en una excelente biografía como “el genio tenebroso”. Fouché, el eterno conspirador, fue nombrado por Napoleón ministro de la policía en 1799. A Fouché se le adjudica el título de creador de la policía moderna, una policía para defender al Estado y el orden público, una policía basada en el espionaje y en los agentes infiltrados –agents provocateurs– más que en la investigación. Es el germen del odio hacia la policía a que se refería Caillois, el crítico literario, para poner en valor a los escritores franceses que crean la figura del detective aficionado porque permitía al lector a identificarse con el “investigador” aficionado/inteligente, mucho más atractivo que el policía al servicio del Estado. Sin embargo, Caillois se equivocaba porque desde el mismo origen de la novela policial fue el propio policía quien tuvo un papel fundamental en la consolidación del género.
Cuando Napoleón, en octubre de 1812, firma el decreto creando la Brigada de la Sûreté y poniendo al frente a un exdelincuente redimido como Eugène-François Vidocq no sabe que, gracias a esa decisión, en 1828 Paris (y poco después Londres y el resto de Europa) iba a conocer un lanzamiento literario sin precedentes: las Memorias de Vidocq. El famoso Yo soy Vidocq que inunda las calles de Londres promocionando al policía imbatible en la detección del criminal se convierte en el primer best seller negrocriminal de la historia. Criminal, policía, detective y escritor. Un detective que fue citado por Dupin, el detective de de E. A. Poe. Un Vidocq que probablemente –y siguiendo los pasos de Dumas– tuvo unos de negros literarios que daban forma a las historias que el expolicía narraba verbalmente.
El policía consolidó su papel en la novela policial de la mano del mejor escritor de su época. En 1849, Charles Dickens conoció a Charles Frederick Field, Jefe de la División de Investigación Criminal de la Metropolitan Police, un hombre increíble al que únicamente podríamos comparar con Vidocq, no solo por su afición al disfraz sino por ser respetado por el submundo criminal que habitaba entre la niebla que surgía del Támesis. Dickens se refería a Field como “uno de mis guías nocturnos” y le dedicó un artículo que publicó en su periódico, el Household Words: “Oh Duty with Inspector Field”. Field le contaba casos criminales a Dickens y éste los contaba a su vez en su Household Words, relatos de los casos investigados por Field o por Jonathan Whicher, conocido en Londres como el príncipe de los detectives al que admiraba por su capacidad deductiva. The Detective Police o Tres historias de detectives –ambas de 1850– fueron dos ejemplos del Dickens negrocriminal, relatos escritos tras sus visitas al “lugar de los hechos» en compañía de los mejores investigadores de la policía de Londres. Poco después llego la creación de la figura literaria del Inspector Bucket en Casa desolada (1853), inspector modelado a la semejanza de Field de manera similar a la que el acompañante en las rondas nocturnas de Dickes, su amigo Wilkie Collins, modelo al sargento Cuff de La piedra lunar a semejanza del sargento Whicher.
Pero había llegado también el momento que el policía cogiera la pluma. El bestseller literario de 1849 en Edimburgo (publicado en el Chamber’s Edimburgh Journal) fue Recollection of a detective Police-officer (Casos de un oficial de policía) escritos bajo un seudónimo, Waters, que según el Chamber’s escondía en realidad a un oficial de policía, algo que bien pudo ser únicamente un reclamo publicitario. Era la primera vez que un policía publicaba su libro de casos (notebook) y consiguió que el lector fuera seducido por la propuesta. Quien no hay duda que fue policía y públicó en 1860 su libro de casos fue James McLevy. McLevy se convirtió en el primer oficial de investigación de la policía de Edimburgo tras tres años de vigilante nocturno –el turno de noche en el siglo XIX tenía unas connotaciones aún más criminales que en la actualidad– y resolvió a lo largo de su carrera más de 2000 casos. Cuando publica The Disclosures of a Detective (Las revelaciones de un detective) lo convierte en un auténtico best seller en toda Escocia, una obra criminal que sin duda conoció un estudiante de medicina de la facultad de Edimburgo llamado Arthur Conan Doyle, facultad de medicina a la que McLevy acudía habitualmente solicitando el apoyo forense necesario para sus investigaciones.
No mucho más tarde que cuando James McLevy asciende a la categoría de inspector en la policía de Edimburgo, Daniel Freixa i Martí (1854-1910) se convierte en inspector de policía en Barcelona cambiando su destino en distintas provincias. Freixa se tornará en investigador privado (agente informador, un título similar al de detective consultor que ostento Sherlock Holmes) a partir de 1888. En ese año publica El mundo del crimen, preludio a La policía moderna, una obra de culto. Con Freixa i Martí el policía se torna en detective primero y en escritor después y, con ello, en modelo y ejemplo para futuras generaciones.
En VillaNoir se dan cita escritores consagrados, policías de papel y agentes de la ley conversos el noble oficio de literatos, todos ellos alrededor de una proclama e incluso literatos de reconocido prestigio convertidos en cronistas y, a la postre, abogados defensores del funcionario que, investido de la autoridad del Estado, pronuncia la terrible sentencia: “Alto en nombre de la Ley” . Del expediente instruido al efecto destacaremos, a beneficio del jurado, sus últimas actuaciones.
De Esteban Navarro (Moratalla, 1965), agente del Cuerpo Nacional de Policía destinado en Huesca, escritor de ya largo recorrido con diez novelas publicadas en papel y otras tantas en ebook (lo que le hacen acreedor del reconocimiento como uno de los promotores de la generación Kindle), multipremiado autor en concursos de relatos, delegado de actividades en Huesca para Aragón Negro en 2017 y alma mater del concurso literario de relatos “Policía y cultura”, tendremos en breve en Calibre .38 una excelente reseña de Manu López Marañón de Los fresones rojos, la novela que consolidó la saga de Moisés Guzmán, el policía oscense que cruza los estrechos límites de su oficina de atención al ciudadano para resolver los crímenes que Navarro tiene a bien poner en su camino. He sido cómplice como lector en este 2017 de la lectura de la continuación de otra de sus sagas literarias, la de la policía Diana Dávila. Conocí a Diana Dávila en La noche de los peones (2013), que fue finalista del premio Nadal, entonces como agente en prácticas, pendiente de definir y alcanzar la madurez como agente de la ley y con un zurrón de vivencias personales que salpicaban la novela con el fin de ir presentando al personaje. Navarro ya aventuraba en aquella primera entrega una prosa fácil de seguir y un dominio del ambiente que se vive en el interior de una comisaria. En El libro de Goethe (2016), la agente Diana Dávila domina no solo la escena literaria –en compañía de un muy bien definido inspector jefe Vázquez– sino que conduce la investigación con la profesionalidad de una policía con el oficio bien aprendido. Los elementos esotéricos de la novela (ritos de brujería, libros mágicos) en manos de Navarro son meros aderezos que no contaminan con sabores equívocos el paladar del lector policial. No hay pues trampantojos. Se trata de una investigación –no sencilla por cierto– con varios sospechosos y con un elemento, como es la información contenida en teléfonos móviles u ordenadores, cuya correcta interpretación en mano de un/a policía competente permitirá resolver el crimen… Nada que no conozcamos, desgraciadamente, con la lectura de mediáticas desapariciones en fechas recientes. Su gran mérito es la credibilidad, nada fácil cuando interviene un importante número de policías –es en este sentido una novela coral en cuanto a personajes– y se trata de mantener la resolución del caso hasta la última página, navegando entre interrogatorios judiciales y practicas forenses –comprensibles, claras, alejadas de laboratorios de CSI realizando inescrutables pruebas– que nos acercan siempre, de forma sutil pero sin engaños, a la verdad.
Rafa Melero (Barcelona, 1972) pertenece a una generación casi una década más joven y a una policía, los Mossos d’Esquadra, nacida con el estado de las autonomías. Su destino profesional en el grupo de homicidios de la policía judicial de este cuerpo autonómico le permitió construir en La ira del Fénix (2014) una novela de grupo –de grupo de policías– aunque el protagonista principal fuera el sargento de homicidios Xavier Masip. El dominio de lo que se ha denominado novela procedural en manos de Melero, un género que entronca con el “roman judiciare” de los creadores de la novela policial (Gaboriau el primero), permite disfrutar del engranaje de identidades policiales diversas. A la postre, el asesino se convierte en un protagonista menor incluso que la Barcelona negra que acoge la trama. En mi reciente lectura de Ful (2016) descubrí una revisión del western crepuscular clásico, el de los perdedores cuyo horizonte pasa de la luz a la oscuridad a medida que el metraje avanza. Ful es también en definitiva un retrato de grupo. Bill Pronzini retrató el atraco convertido en pesadilla en un ya lejano 1974 con Prisionero en la nieve; Ful es una pesadilla para muchos de los personajes, no solo quienes ostentan el papel de protagonistas, un grupo irregular de cinco amigos que planean el atraco perfecto, sino también para el resto de los comparsas en ese gran fresco criminal que abarca desde el asesino sin piedad –entrañable en su insania– al intocable capo de la droga, pasando por el camello de regular monta tan metódico y previsible en el desempeño de su oficio. Incluso el guardián de la ley enfila, a su manera, un horizonte crepuscular que se adivina a medida que avanza la trama y en el que la amistad entre quienes crecieron en el mismo barrio parece ser la única redención posible. Ful no es una crook story, como dijo Ellery Queen (como dijeron): en la crook story el ladrón o criminal debe triunfar sobre el policía/detective… y no puede decirse que es un triunfo del protagonista principal (Ful/Fulgencio) lo que acontece al término de la novela, dicho sea sin desvelar el final –excelente- precisamente–. Ful es un retrato sociológico en el que la suerte de ninguno de los protagonistas nos es extraña y en el que el final –cada final individual– se convierte con sentido en la única senda posible que puede recorrer el criminal. Ful deja el regusto de la novela que se desea volver a leer para disfrutar con cada personaje, con cada línea, con cada historia.
Con Óscar Bribián (Huesca,1979) nos encontramos a alguien que lleva en el mundo literario más de quince años. Ser policía fue una opción profesional a la que llego a través de su interés por la criminología y reiterados proyectos en la literatura de terror y de misterio. Con estos antecedentes criminales comenzar su novela El sueño del depredador con unos gorrinos en un maletero como mudos testigos de una carnicería con un ser humano como protagonista de la que aportan como prueba un dedo obturando su gaznate –el gaznate del gorrino, el dedo del humano– no es sino el preludio de un divertimento que navega del suspense a la novela negra y de esta al thriller. Bibrián dosifica sus pasiones con medida: un poco de masters del horror, como Lovercraft y su Necronomicon, versos seleccionados de poetas malditos como Baudelaire o del poemario de la angustia de Blas de Otero, una trama salpicada con pistas como si un juego de rol a lo Jack the Ripper se tratara o las claves básicas sobre perforación criminal para que el lector sepa que la persecución policial de un psicópata deambulando por las calles de Zaragoza no será tarea sencilla como no sería fácil que un maño abandonara en la consecución de un propósito instalado entre sus cejas. El lector no se encuentra solo en la tarea: la subinspectora Laura Beltran y el inspector Santiago Herrera se desvestirán de su dolor personal para empaparse del dolor de las víctimas y de un horror larvado, remotamente percibido, de un ser cruel cuyas claves parecen estar unidas a las de Ismael, un niño, también dolorido, que representa el lado más vulnerable de una familia desestructurada y, a la vez, la representación más inquietante de que tras la literatura, el arte o el inocente juego con una mascota se puede ocultar el terror y la locura. Los personajes, como las fichas de un juego de estrategia, coinciden en las casillas que surcan esta Zaragoza de novela (un colegio, una biblioteca, una casa familiar…) donde se formulan preguntas y donde las respuestas enredan una madeja que por seguir en esta tierra más que de lana podemos decir que se elabora con intestinos alrededor de un entresijo de crimen y violencia. Bibrian sabe enlazar las casillas de este juego de forma magistral, sin distracciones de erudición poética ni artificios de fantasía, y, como dicen en su tierra, la que acogerá VillaNoir, evita al lector coger un capazo que desvie su atención sobre lo que a la postre es una novela procedural que vaticina apetecibles proyectos literarios.
Y por último se sentará en el estrado Lorenzo Silva (Madrid,1966), el más alejado por nacimiento del meridiano –si se me permite el homenaje– en el que vieron la luz sus compañeros de mesa. Lorenzo Silva no pasó por academia policial alguna –aunque sí ostenta el título de guardia civil honorario– pero sí por la facultad de derecho. Sin embargo, un buen día se cruzaron con sus pasos literarios, en un ya lejano 1998, dos guardias civiles que respondían a los nombres de Bevilacqua (Vila) y Chamorro, y con ellos como protagonistas ha creado una saga literaria en la novela negra española inconfundible en su lenguaje literario e inigualable en la presentación de investigaciones unidas a la actualidad, perfección de las tramas, dominio del procedimiento policial y uso maestro del lenguaje. Silva no fue impaciente en el reconocimiento literario (el premio Nadal) que alcanzo en el año 2000 con la segunda novela de la serie Bevilacqua (El alquimista impaciente) y consolidó en 2012 con el Planeta (La marca del meridiano). 22 novelas más una ingente obra narrativa de relato y de no ficción atestiguan un expediente literario inabarcable si no es tras muchas tardes de apasionantes lecturas. La última de las tardes de este lector con Bevilacqua y Chamorro le ha permitido recorrer un paisaje árido y lejano, el Afganistán árido y opresivo que acogió una guerra sangrienta con la misma resignación que había acogido a los grandes traficantes de opio. Silva, como hizo Dickens, se acercó al terreno, en este caso la base Camp Arena de Herat, de la mano de guardias civiles reales y acompañado de sus inseparables Rubén Bevilacqua, ya convertido en subteniente, y Virginia Chamorro, ahora sargento primero. A la pareja literaria no le quedo más remedio que volver en las páginas de Donde los escorpiones (2016) para resolver el asesinato de un militar de la base con un lohar, la hoz que los talibanes utilizan para segar la amapola del opio. La novela se convierte en una investigación coral, los sospechosos se multiplican y las pesquisas de Bevilacqua y Chamorro se alejan de lo rutinario no solo por la compleja estabilidad de las relaciones internacionales sobre el terreno sino también por las aportaciones del equipo –el cabo Arnau, la cabo primero Salgado y la agente Claudia– que acompaña desde España a la pareja, compañeros del cuerpo cuya personalidad en manos de Lorenzo Silva nos permite entender no solo el trabajo profesional de las distintas escalas del cuerpo armado sino también el complejo trabajo de una investigación criminal desde su planteamiento a la resolución de un caso. Estamos hablando de una obra de madurez, no solo por la evolución de la edad y de los personajes sino por la propia madurez del escritor. Nada sobra, nada falta, todo encaja y la prosa es, en sí misma, un placer añadido a la propia resolución de la trama. Si el escorpión gigante del desierto es el más grande de su especie, Silva es hoy día un grande en el panorama de la novela negra que no puede faltar en la biblioteca.
Los cuatro aportaran en VillaNoir mucho más de lo que estas torpes líneas pueden manifestar. Escuchar en persona a los creadores de estas historias protagonizadas por policías cuya veracidad entronca con el conocimiento real y sobre el terreno de los autores que los han imaginado es un privilegio que se podrá disfrutar en Villanua… Yo no cometería el crimen de perdérmelo. En nombre de la ley y de la buena literatura noir.