En el tercer caso criminal protagonizado por el inspector Herodoto Corominas, su creador, Carlos Bassas del Rey (Barcelona, 1974), retorna a Ofidia –una imaginaria ciudad de provincias– para que por sus calles, parques, estaciones de tren, mansiones aristocráticas y depauperados bloques proletarios los personajes de Mal trago dispongan del mejor decorado para verse envueltos, casi atrapados, por unos tremebundos sucesos que funcionan casi como correlato de sus estados de ánimo, unánimemente oscuros.
Para quienes aún no lo conozcan diremos algo sobre este policía tan especial que resulta ser Herodoto Corominas. Angustiado por el paso del tiempo –no son pocas las páginas en que el inspector deja patente su desagrado existencial no solo por la desaparición de personas queridas, también por modificaciones inevitables de la naturaleza y hasta de las cosas–, obsesionado con el recuerdo de su padre, el catedrático don Jaime Corominas, del que recuerda y aplica atinadamente, a las más diversas circunstancias, citas de clásicos latinos, y muy perdido entre sus relaciones familiares (más liadas con el hijo que con la mujer), durante la investigación de las desapariciones de niños que sobrecogen a la ciudad, Herodoto sacará a relucir lo mejor –y lo peor– de su embrollado temperamento.
Tras el derribo de una rancia casa señorial aparece muerto, dentro de una pibernat (un obsoleto modelo de caja fuerte), un niño de 10 años vestido de primera comunión. Se descubre cómo el secuestrador, antes de asfixiar a Aitor Iragui, reclamó 1 millón de euros a Juan Garayoa del Bosque, constructor y miembro de una de las más poderosas familias de este país. Al no tener relación alguna con el niño y por creer que todo se reducía a una macabra broma el constructor ni se planteó el pago.
Apoyado Corominas por un competente equipo entre los que sobresalen el subinspector Carlos Agüero, Souto (responsable de secuestros), la muy hábil interrogadora agente Marne, y Arreche, expeditivo jefe de la UIP (Unidad de Intervención Policial) –dirigidos todos con profesionalidad no exenta de rudeza por el comisario Contreras–, la investigación avanza con relativa fluidez. Al margen de esta lista policial otros personajes no menos importantes quedan igualmente bien trazados. Así, destacamos al cínico periodista Durruti, amigo de Corominas, que tendrá una decisiva intervención en la detención del culpable; a Laura, paciente e inteligente mujer de Corominas; a Álvaro el hijo prematuramente enamorado que prefiere contarle sus penas a Agüero, y a Alberto Iragui, el padre del niño asesinado, en una breve pero conmovedora aparición.
Otro niño, de edad similar al primero, desaparece. El secuestrador se dirige ahora a otro millonario de Ofidia, Víctor Melero, para que desembolse 2 millones por su liberación. En unas páginas de imperecedero recuerdo para los amantes del género policíaco, el autor catalán desarrolla talentosamente sus estrategias para la detención del culpable. Todo lo exigido a una novela de este tipo lo ofrece con esplendidez y habilidad. Los certeros elogios incluidos en la portada y contraportada del libro, a cargo de Juan Carlos Galindo y Alexis Ravelo, son, por una vez, rigurosamente ciertos.
Que a su excompañero y amigo Vázquez, jubilado subinspector que ahora regenta un bar (al que Sanidad ha puesto una denuncia), le detecten un inicio de Alzheimer termina por amargar la poco apacible vida de Herodoto Corominas. En el club Rick’s, adonde le encamina la investigación para interrogar a La Perla, ha conocido a una perturbadora prostituta cubana –la negra Odalys– con la que se acabará acostando para tratar de paliar tanta desolación vital.
Culminado el operativo en la página 200 aún quedan otras 40 de las cuales solo diré que propician un rotundo vuelco narrativo a lo hasta ahora escrito.
Readmitido Corominas en las rutinas familiares (su mujer Laura, que de tonta no tiene un pelo y se ha dado cuenta de la infidelidad, prefiere evitar la discusión), normalizadas en cierta medida sus relaciones con Álvaro (tras su ruptura con la jovencísima novia), y en cierta manera tranquilizado por Bego, (la hija de Vázquez) acerca del proceso de la enfermedad que aqueja a su padre, Corominas acude confiado a visitar a su amigo en el bar Biscuter.
Bastante reacio parece ser Bassas a permitir que sus innumerables lectores finalicen sus narraciones con un poso de esperanza, con un atisbo de confianza ante la vida y sus circunstancias. Al cerrar Mal trago se descubre cómo aquello que en su día recomendó William Faulkner: «el escritor nunca debe tener miedo ni retroceder ante nada» –algo que ya casi nadie osa poner en práctica–, se descubre cómo, todavía hoy, quedan algunos pocos escritores de raza que sí osan. Rematar como lo hace Carlos Bassas del Rey en su última novela supone un categórico ejercicio de coraje. Ojalá siga por esta línea no domesticada. Todos saldremos favorecidos.
Mal trago
Carlos Bassas
Alrevés
Reseña exhaustiva. No he leído a este autor aún, pero ganas Dan.
Un saludo