La ya lejana “Perestroika” y la consiguiente caída de los regímenes comunistas de la Unión Soviética y los llamados, en la jerga de las autodenominadas potencias occidentales, países satélites, no sólo trajo consecuencias geopolíticas que aún hoy en día estamos disfrutando o padeciendo, según los puntos de vista de cada cual, sino que las produjo también en el mundo de la literatura y más concretamente en el de las novelas de espionaje.
Y es que la guerra fría, con la confrontación entre las dos siglas más temidas y famosas durante prácticamente toda la segunda mitad del siglo XX, la URSS y los USA, originó si no la aparición, sí la consolidación de un subgénero dentro de la novela criminal o de intriga, la novela de espías, que pronto se hizo un hueco entre escritores y lectores. Incluso de dos de sus más famosos representante, antitéticos entre sí pese a escribir ambos obras de ese tipo, Ian Fleming y John le Carré, se dice que trabajaron para los servicios de inteligencia británicos.
Precisamente la última novela hasta el momento (ya que parece ser que el autor lo ha recuperado en su última obra, A legacy of spies) en la que Le Carré puso en escena a su personaje más paradigmático, George Smiley, titulada con el propio apellido de su protagonista, La gente de Smiley, suponía de algún modo el final de un ciclo, el final de un modo de narrar que tuvo su eje en la confrontación entre la Europa del Este y la del Oeste, como si el resto del mundo no importara nada. Y la verdad es que, aunque nos avergüence reconocerlo, es cierto que no importaba nada. O muy poco, al menos.
Eso no significa, obviamente, que desaparecieran los servicios de inteligencia de la mayor parte de los países a los que denominamos, quizás con un exceso de optimismo, “civilizados”, ni tampoco los escritores dedicados al género. Pero ambos, agencias de espionaje y juntaletras, tuvieron que resituarse en el nuevo tablero internacional y reinventarse para seguir desempeñando sus funciones, las primeras en la realidad y los segundos en la ficción. Un ejemplo, aunque no el único, sería el del escritor citado anteriormente, John le Carré. La lucha contra el narcotráfico, cada vez más globalizado, el terrorismo internacional o el yihadismo han dado trabajo, por desgracia (o por suerte, en el caso de la ficción), a ambos sectores.
Pero la novela de espionaje clásica, a pesar de todo, se resiste a morir. Y uno de los autores que ha aceptado el reto de insuflarle nueva vida es el también británico Charles Cumming, como lo demuestra con su novela titulada En un país extraño. Un reto del que sale triunfante gracias a su capacidad para tejer una trama en la que no hay ningún fleco suelto, soportada por unos personajes que se muestran dignos herederos de aquellos espías que parecían haber surgido no sólo del frío, sino también de la lluvia, de la nieve y, sobre todo, de esa niebla espesa que parecía cernirse sobre los agentes que trabajaban infiltrados en un ambiente hostil, cuando no directamente mortal.
Para ello Cumming, adaptándose a los tiempos que corren, plantea su narración partiendo de una anécdota más bien banal: la extraña desaparición de una experimentada agente de los servicios secretos británicos que está llamada a convertirse, en pocas semanas, en la máxima jefa de dichos servicios. Tanto si su desaparición es forzada como si se ha producido voluntariamente puede generar graves problemas. En el primer caso por motivos obvios, Y, en el segundo, por el escándalo que se originaría con el consiguiente descrédito, no sólo de quien está destinada a tan alto cargo, sino de los servicios de inteligencia británicos en general. Unos servicios que siempre han caminado por el filo del escándalo y del descrédito, como sabemos tanto por la lectura de los periódicos como de otras novelas, pero que aún así procuran mantener lejos de la opinión pública sus fallos y debilidades.
Y como en las mejores novelas del género el personaje principal será un agente caído en desgracia. Thomas Kell ha sido apartado provisionalmente del servicio activo en el MI-6 por estar, aparentemente, involucrado en un asunto de malos tratos y torturas. A pesar de ello sus exjefes consideran que es el hombre idóneo para investigar la desaparición de su antigua compañera Amelia Levene. Si culmina con éxito su misión se habrá conseguido evitar el escándalo. Y si fracasa, bueno, no deja de ser un apestado dentro de los servicios, por lo que toda la responsabilidad de dicho fracaso caería exclusivamente sobre él. Sí, está claro que es el candidato idóneo.
Kell se pondrá en marcha más por lealtad a su vieja amiga que a sus superiores. Y, sobre todo, porque ése es el único oficio que conoce, el que ha desempeñado durante toda su existencia y el que ha dado sentido a su vida. Y acompañado por un puñado de agentes que también se mueven en la marginalidad, por motivos diferentes en cada caso, iniciará una investigación que tendrá unas ramificaciones sorprendentes y unas consecuencias que incluso pueden comprometer las relaciones entre servicios de inteligencia de diferentes países. Y con ello nos demuestra que en la novela de espionaje hay vida más allá de la guerra fría. Y que sea por muchos años. Charles Cumming está en ello.
En un país extraño
Charles Cumming
Trad.: Mala Figueroa Evans
Salamandra Black