Claudia Piñeiro, premio Carvalho de 2019, se caracteriza por escribir novelas negras no policiales. En sus obras no suele haber policías y, si los hay, son tangenciales, no esenciales.
Piñeiro se centra en el crimen mismo, en las víctimas, los autores y su entorno, que muchas veces es común a todos ellos, y quien investiga, cuando hay alguien que investiga, que no siempre lo hay, lo hace por su cuenta, llevado por un afán personal, una inquietud íntima.
Dadas estas características, a Piñeiro podríamos encuadrarla perfectamente en el domestic noir, ¿no? Busco una definición de este subgénero y me encuentro unas cuantas, así que, sintetizando un poco, podríamos decir que un domestic noir es una novela de suspense y misterio en la que no hay detectives ni policías protagonistas, sino gente corriente. Hay un crimen, pero no lo investiga un profesional, sino una vecina, un primo, un marido o una exnovia. Es suspense en el entorno próximo, a menudo incluso en el seno del hogar, de la familia, donde los vínculos emocionales, de todo signo, de amor o de odio, enturbian la apreciación de la realidad.
Un ejemplo cinematográfico y habitual de domestic noir es Misterioso asesinato en Manhattan, delicioso y divertido film de Woody Allen en el que a Carol Lipton, interpretada por Diane Keaton, se le mete en la cabeza que uno de sus vecinos ha asesinado a su esposa y se pone a investigarlo por su cuenta.
Otro ejemplo, también cinematográfico, pero esta vez de investigador aficionadillo masculino (me da a mí que la palabra domestic la relacionamos demasiado a menudo con las señoras) es el personaje de James Stewart en La ventana indiscreta.
En fin, ¿cabe o no cabe la obra de Claudia Piñeiro en los cánones del domestic noir? Pues sí, en principio, sí, pero no lo he leído nunca aplicado a Piñeiro, ni a ningún señoro, solo a señoras de entre joven y mediana edad que viven en Chicago y tienen como mucho tres libros publicados.
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Elena sabe es una novela tremendamente oscura y muy cruel. Habla de algo que existe en nuestras vidas y que pocas veces ocupa espacio en la literatura criminal (tampoco, añadiría yo, en la literatura en general), si exceptuamos a mi admirado Jonquet, que nos dejó parecidas dosis de desasosiego en obras como Mon vieux o Le bal des débris.
La protagonista, Elena, es una protagonista desacostumbrada, inusual, una mujer a la que la enfermedad ha convertido en anciana prematura, sobrecogedoramente sola, empeñada en resolver un crimen contra la opinión de todos, que la toman por demente.
Elena investiga, quiere resolver a toda costa el asesinato de su hija Rita, a pesar de que todo el mundo, policía incluida, cree que Rita se ha suicidado. Pero Elena no lo cree. Elena sabe. Sabe cosas que nadie quiere escuchar.
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El relato en Elena sabe avanza muy lentamente, al mismo ritmo desesperante de la anciana enferma, que tiene que levantar un pie al aire, avanzarlo, posarlo, levantar el otro, avanzarlo, posarlo y así sucesivamente, cuando quiere caminar. Avanza lento y con su misma visión limitadísima, porque a Elena el esternocleidomastoideo le impide alzar la cabeza, y con las horas marcadas por las cuatro pastillas de levodopa que debe tomar al día para poder gobernar su cuerpo destruido con su mente, sin embargo, lúcida. ¿Lúcida? ¿De verdad, lúcida? ¿Esta mujer que es incapaz de vestirse sola va a poder resolver un crimen desnudo de indicios, pistas e hilos de los que tirar? En esta gran pregunta nos balanceamos mientras Elena, decidida, sin dudas, prosigue en su extraña pesquisa.
En capítulos alternos, al estilo vargasllosiano, saltamos de los días posterioreres a la muerte de Rita a varios años después, cuando Elena relaliza su última hazaña para que alguien la ayude a desenmascarar el crimen: una última hazaña que consiste en tomar ella sola, bueno, no sola, sino con todas sus enfermedades a cuestas, un tren que atraviesa Buenos Aires, lo cual para Elena es como atravesar sistemas planetarios.
Elena y su fallecida hija Rita componen un retrato maternofilial muy atípico. Nada dadas a endulzar la realidad, más bien, quizás, a amargarla un poco, saben que la verdad duele y ofende y, aun así, se aferran a ella.
Elena y Rita llevan vidas grises, más gris todavía la de la hija que la de la madre, como prueba de que las cosas, las circunstancias, la historia, todo, puede empeorar.
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Leo por ahí que el tema central de Elena sabe no es la decadencia física, ni la enfermedad ni el crimen, sino la maternidad. Y al principio me sorprende esa idea, pues Piñeiro ni siquiera la nombra en todas sus páginas, pero luego me convence, la compro; compro una idea novedosa, descarnada, necesaria y nada convencional de la maternidad, una maternidad sin hijas ni hijos, sin edulcorantes, sin rosas ni azules pálidos. Algo que tiene más que ver con la culpa, con la necesidad de redimirse, de perdonarse, con la asunción (o no) de un destino, con emociones destructivas, con encontrarse frente a abismos, con lo que te inquieta y te deja sin descanso, sin sueño.
Algo, en fin, enormemente literario y no sé si domestic, pero sí muy muy noir.
Elena sabeClaudia Piñeiro
Alfaguara