Novela: «Invisibles», de Graziella Moreno

Manu López Marañón

Coincide mi lectura de Invisibles, cuarta novela de Graziella Moreno (Barcelona, 1965), con el estreno aquí de la película francesa Una íntima convicción. En ella el presunto asesinato de una mujer marca la vida del marido, principal sospechoso. Es otro film englobado en ese género judicial que dirime inocencias o culpabilidades, pero que a nosotros nos interesa más por la misteriosa «evaporación» del cuerpo de la supuesta víctima, un interrogante que sigue sin respuesta. Antes de los títulos de crédito se informa de cómo no estamos ante un caso único: de las más de 40.000 personas que desaparecen al año en Francia, 10.000 casos quedan sin resolver.

Magistrada Juez del Juzgado de lo Penal número 6 de Barcelona, Graziella Moreno de sobra conoce cómo en España –en estos últimos 10 años– el Registro de Personas Desaparecidas y Restos Humanos sin Identificar alcanza ya un total de 176.063 personas, lo que da una cifra de más de 48 desapariciones diarias. Para armar su trepidante historia de personas que jamás regresaron a sus casas la juez-escritora ha dispuesto de abundante material: como es bien sabido, los juzgados no andan cortos de casos que superen la más descabellada ficción. Pero mientras un jurista en todo momento está sujeto a las leyes, en cambio, una obra de ficción como Invisibles permite meterse en terrenos poco claros e, incluso, imaginar sinuosas motivaciones que revelen deseos y temores de quienes se ven impelidos al delito. La rabia e impotencia que sin duda sentirá Graziella Moreno ante las desapariciones de esos miles de personas que nadie ha podido localizar deben haber sido motores principales en la génesis de su última novela. Considerar a su redacción una forma de revancha, un ejercicio de catarsis –que traspase las páginas y no deje impávido a ninguno de sus lectores–, está por lo tanto más que justificado.

Y es que una atmósfera cargada por el pathos de la tragedia recae sobre las mujeres desaparecidas que articulan la trama de Invisibles haciéndola entrar en dominios poco habituales del noir, casi originales. A este enrarecido clima se añade, benéficamente, una contundente crítica social que hace que Invisibles amplíe su radio de acción narrativo ganando en actualidad y verosimilitud.

Prostitutas, inmigrantes y drogadictos conforman la cantera que habitualmente engorda la inadmisible cantidad de desaparecidos de cualquier metrópoli de hoy, en este caso la Barcelona de 2018 donde se desarrolla la novela. Haber sabido retratar con crudeza el modus vivendi de estos colectivos marginales, la injusta miseria que sobre ellos pesa, sus mediocres aspiraciones, las imperiosas necesidades que sufren, y, –sobre todo–, su absoluta y desoladora soledad, que muchas veces lleva a esas víctimas a meterse ellas mismas en la boca del lobo, son, para mí, grandes méritos de Graziella Moreno.

Esta degradada Barcelona queda trazada por alguien versado para señalar los emplazamientos que reclama la trama: pisos de extrarradio, sótanos siniestros que albergan quirófanos, parkings, residencias de ancianos y psiquiátricos… incluso sitios alejados de toda sospecha como esa poco relevante comisaría de los Mossos d’Esquadra en el barrio de Sant Martí, donde forzosamente ha sido destinada Sara (quien está a las órdenes de un estricto sargento que no le pasa una), o aquella biblioteca privada ubicada en un piso cercano a las Ramblas (ahí acude el hermano de Sara, Simón, empleado por el médico Esteban Roca, un ex convicto y onanista compulsivo) son lugares que transmiten de igual manera el desánimo a quienes a ellos van a diario para ganarse la vida, como los hermanos Peña –Sara y Simón–, tocados sin pausa por la varita de la desgracia. No es extraño que con semejante panorama Graziella Moreno logre que su novela respire agónicamente, como un desesperado asmático a la búsqueda de su inhalador, y también que transpire copiosamente, como corresponde al mes en el que se desarrolla el desenlace, agosto, de calor siempre húmedo y adherente en esa urbe pegada al mar.

El estilo de Invisibles en todo momento viene subordinado a la trama. Es rápido, directo, no incurre en reiteraciones ni tampoco, por ejemplo, emplea decenas de páginas para aburrirnos contándonos al detalle la historia de un edificio. Optando por un eficaz tono periodístico las hojas literalmente vuelan en las manos del lector alcanzando un vertiginoso clímax a partir del capítulo 29 de la Segunda Parte, que es cuando la autora pone todas sus cartas sobre la mesa y desvela motivos esenciales para completar un argumento reforzado y sembrado por importantes subtramas y oscuras esquinas que no quiero alumbrar.

Principal protagonista de Invisibles, Sara Peña es una mossa d’esquadra que ha sido expedientada por haber golpeado con exceso de saña la mala cabeza de un maltratador en acto de servicio. Ello ha conllevado su traslado a la comisaría de Sant Martí donde está obligada a realizar labores administrativas y a olvidarse, por tanto, de llevar cualquier investigación. Es Sara un personaje que arrastra un duro pasado de maltrato infantil por parte de su propio progenitor, algo que la ha convertido en una mujer antipática, sarcástica e independiente (en una probable adaptación al cine de Invisibles, Ariadna Gil, experta en componer personajes con perenne cara de palo, sería la candidata ideal para el papel). Sara, a la espera de conocer su sanción, y ante las incesantes desapariciones de mujeres en Barcelona, contraviene las órdenes con la colaboración de su hermano Simón (otra víctima de maltrato) y de un amigo común, Pablo. Halla en estas no permitidas pesquisas una forma de reengancharse a la vida, de querer salir adelante y, por encima de ello, ajustar cuentas con un pasado que hasta entonces atenazaba su existencia.

A pesar de la tranquilizadora resolución de las historias indagadas no todo resplandece en este final. Levantar el velo a unos hechos escondidos a la vista de todos –los de las desapariciones de cinco mujeres a las que nadie echa de menos y nadie busca–, abre nuevas y profundas simas en las complejísimas personalidades de los investigadores. Y es que para poder encarar con un mínimo de garantías sus frágiles presentes Sara, Simón y Pablo deben empezar por asumir esa tremebunda realidad recién sacada a la luz, una realidad incómoda que la mayoría de la gente prefiere seguir ignorando sin que eso, por supuesto, suponga que haya dejado de existir el problema. Que por lo menos los lectores asumamos, en mayor o menor grado, su preocupante tamaño es otro tanto que se apunta Graziella Moreno en Invisibles.

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