Nos sentamos a cenar. Era la cena de Navidad; sin embargo, no había mucho en la decoración del comedor o de la mesa para sugerir que estábamos en el tiempo glorioso de paz y que la buena voluntad estaba con nosotros.
El hombre notable con el que estaba cenando tampoco era dado a la exhibición de efectos decorativos sentimentales. Era práctico, intensamente práctico.
Todo para él tenía un significado, y a lo que no lo tenía se lo adjudicaba de inmediato para que pudiera encajar con su personalidad.
Podría haber cenado en mi casa o haberlo hecho en un hotel o restaurante. Mi razón para hacerlo aquí, en una simple casa de huéspedes, fue porque me había invitado; si no me hubiera invitado, no habría estado aquí; si no hubiera estado aquí, me habría perdido una de esas notables manifestaciones de pensamiento lógico que el hombre notable exhibe con tanta frecuencia.
Puedo decir que casi habíamos terminado la cena. Comimos sopa, un poco de pescado con salsa de ostras, carne asada; habíamos disfrutado con un poco de ave y estábamos a punto de lidiar con el pudin de ciruela. Nuestra cena fue sencilla pero sustancial. Era una cena que podría haberse comido cualquier día; el pudin de ciruela, tal vez, era la única ofrenda que se había cocinado especialmente para la jornada festiva.
Había sido una cena silenciosa, comparativamente. El hombre notable se dedicó a su comida con esa intensidad que marcaba todas sus actuaciones. Solo dos veces había hablado durante la cena. Una vez me pidió que pasara la mostaza y otra me invitó a tomar más salsa. Vi que estaba envuelto en sus pensamientos y supe que no debía perturbar el tren de sus ideas.
Cuando se llevó la segunda cucharada de pudin a los labios lo observé detenerse de repente. Para alguien que lo hubiera estudiado menos que yo, la emoción que pasó por su rostro habría pasado desapercibida, pero de inmediato me di cuenta de que algo había sucedido. De repente levantó la mano y, con el dedo y el pulgar, acarició nerviosamente el costado de la boca; luego retiró la mano y dejó que descansara un momento al lado de su plato. La acción sugirió que había dejado algo, pero no pude ver nada.
Tocó el timbre con un golpe fuerte, y la obsequiosa casera entró en la habitación.
«Sra. Smith», dijo el hombre notable, «tiene usted una joven recluida en algún lugar del sótano”.
«No lo engañaré, señor, lo he hecho», respondió la casera.
«Ella está desconsolada abajo», dijo el hombre notable.
«Lamento decir que así es».
«Ella es la esclava, la sirvienta que realiza todos los trabajos de esta casa de huéspedes».
«Así es».
«Y es pelirroja».
«Si. Lo es».
«Lo sabía. ¡Suficiente! Dejo estos alojamientos al final de la semana».
«Lo siento mucho», gimió la casera, mientras salía de la habitación.
Busqué una explicación a aquella repentina interpelación. Como respuesta, el hombre notable me indicó que fuera a la ventana. Cuando me acerqué a él, extendió su palma abierta hacia mí ¡y vi poner sobre ella un solo cabello rojo!
«Estaba en la primera cucharada del pudin de ciruela», susurró.
Todo el asunto era simple y se podía ver de un vistazo, pero para aclararlo y sacar las deducciones adecuadas ¡requería el intelecto de Sherlock Holmes!
Pastiche holmesianonavideño publicado en el FUN Magazine el 6 de julio de 1892. Traducción de Juan Mari Barasorda