Cuando conocemos a Alex Hammond, ya es un niño tan inteligente como rabioso. Un niño cuyo primer recuerdo de infancia se remonta al día en que Clem Hammond, su padre, se marchó de casa. «Tiró de la puerta del coche pidiéndole que lo llevara con él pero se marchó de todas formas dejándolo sentado en el suelo, llorando». Después de aquello su madre, para que berreara con motivo, «salió con una percha de madera para hacerle gritar con más fuerza». Recordaba estar en la sala del tribunal pero no recordaba nada de lo que ocurrió allí. Solo sabía que, tras ese episodio, su madre se marchó y jamás volvió a verla.
Para Alex, con apenas cuatro años, ese fue el inicio de su particular calvario por internados, escuelas militares, casas de acogida y reformatorios. Lugares todos donde las pataletas y las lagrimas descontroladas, se mezclaban en su memoria con episodios violentos.
Cada vez más irracional, salvaje e insurrecto, negándose a ver que su padre (un buen carpintero pero sin trabajo desde la Gran Depresión), sin familia ni amigos, nada podía hacer al respecto porque la ley exigía que alguien cuidara de él. Sencillamente no tenía otra opción.
Alex, que sigue un patrón de comportamiento desobediente, hostil y pendenciero frente a las figuras de autoridad (propio del denominado Trastorno de oposición desafiante), se enfrenta a trabajadores sociales, padres de acogida, guardias de seguridad, policías y compañeros de encierro.
Fuerte, independiente, más listo que la mayoría, y con los férreos códigos no escritos de esas instituciones siempre presentes, a sus 11 años Alex vive en alerta continua. Se rebela, se pelea aunque tenga las de perder y se escapa porque sabe que ser tachado de soplón, débil o “marica”, le haría la vida aún más difícil de lo que ya es.
El chico no teme enfrentarse al orden establecido porque el castigo por cualquier transgresión, el aislamiento, no asusta a Alex, sobre todo si tiene un libro a mano, el que sea, porque únicamente en esos periodos puede permitirse relajarse y bajar la guardia. Son un paréntesis de tranquilidad en una vida marcada por la tensión continua y la violencia latente.
Ampliando conocimientos y diversificando sus acciones (robo de coches, asaltos a gasolineras y una medalla virtual por haber disparado a un hombre siendo un crio), a medida que cumple años, Alex se va curtiendo en el viejo oficio de la delincuencia.
En la contraportada del libro, editado por Sajalín, se dice que la experiencia vital, desde los once a los diecisiete, de este «pequeño niño triste» era considerada por Edward Bunker como su mejor novela. No estoy de acuerdo.
Aunque es una buena opción para pasar un rato, y tratándose de los miedos, preocupaciones y anhelos de un adolescente cabe la posibilidad de que esté hecho así a propósito, creo que Little boy blue está escrita de una manera torpe y atropellada. Además, la receta de cómo se hornea un malhechor a fuego lento, con sus ingredientes de furia, miedo y soledad, me parece bastante repetitiva.
La historia de Alex Hammond casi parece una biografía del escritor (no digo que lo sea) quien también tuvo una infancia y adolescencia dificiles hasta que, ya graduado en fechorías, especialidad atraco a mano armada, ingresó en las prisiones más famosas de Estados Unidos. La infancia nos marca y puede que, ese sentido, esta novela emocionará a su autor especialmente.
No soy una experta en Edward Bunker, no obstante puedo asegurar que Perro come perro es mejor novela que Little boy blue.
Lean ambas, comparen y después me lo cuentan.
Little Boy BlueEdward Bunker Trad.: Zulema Couso Sajalín Editores