De Don Winslow a Elmore Leonard y de éste a Rayland (protagonista de las novelas Pronto, Riding the Rap y del relato corto Fire in the Hole).
Desde Miami a Lexington y desde Lexington al Condado de Harlan, región montañosa y minera al este de Kentucky, su lugar de nacimiento, acompañamos al agente judicial Rayland Givens, uno de esos alguaciles de Estados Unidos (U.S. Marshals Service) que se las hacían pasar muy putas al doctor Richard Kimble, El fugitivo más famoso de la televisión primero (David Janssen) y del cine después (Harrison Ford), reputado cirujano acusado de asesinar a su mujer.
El agente Rayland (Timothy Olyphant) es un federal educado, tranquilo y de voz suave que cuando la ocasión lo exige, solo cuando lo exige, no duda en aplicar medidas digamos contundentes, sobre todo si de “su gente” se trata.
Rayland, minero antes que poli, aunque siempre dispara arriba (en la academia le enseñaron que se debe apuntar al corazón), viste pantalón de tiro bajo, botas, sombrero de cowboy, su seña de identidad, y anillo con una herradura que utiliza para marcar la jeta del jamelgo de turno.
Todo empieza con un duelo en la soleada Miami: Rayland Givens, solo ante el peligro, se enfrenta a Tommy Bucks, capo mejicano de la droga a quien, previamente, había dado 24 horas de plazo para abandonar la ciudad. Susto o muerte. Tommy Bucks elige muerte y Rayland por dispararle, aunque fue justificado, es desterrado a Lexington donde, día sí día también, tendrá que verse las caras con familiares directos, parientes lejanos, viejos conocidos, amigos y enemigos, que harán de su vuelta a casa una completa gozada.
Mientras toma un trago en la taberna local, un Kentucky seco por supuesto (bourbon que antiguamente se destilaba clandestinamente en esa región), Rayland reanudará relaciones con el carismático Boid Crawded, antiguo amigo y compañero de mina, cuya frase favorita, como experto en explosivos, no es otra que “a cubiertoooo”.
Todo un conquistador nato («las mujeres siempre te han ido detrás como perros»), nuestro Marlboro Man se reencontrará en Lexington con su exmujer, la refinada y ardiente Winona («eres tú la que me ha pedido una vuelta de honor»), y en Harlan con la bizarra Eva («nunca he visto a nadie con tanta facilidad para que la secuestren. Sí, es un talento natural»), guapa local casada con el Crawded equivocado, enamorada de Rayland desde que era una niña.
Pero nada comparable a su reunión con el peor de todos los delincuentes de la zona: el egoísta, ladino y vil Arlo Givens, su padre, quien, sin haber ejercido nunca como tal, desprecia a su hijo por no haber continuado la tradición familiar y haberse pasado al otro lado de la ley.
Siguiendo con el pie el ritmo de Long hard times to come, tema central de Justified interpretado por Gangstagrass (¡cómo me gusta!), nos adentramos en ese Kentucky de aporreadores de banyos, donde los mejores duelos no son con pistola sino con lengua y la munición, en vez de balas, son palabras guiadas por la exageración y cargadas de ingenio.
La serie consta, en total, de 70 episodios repartidos en 6 temporadas (de las cuales, muy a mi pesar, aún no he podido ver las dos últimas).
Con el primer episodio de Justified, la ley de Rayland te quedas un poco frío. Pero, amigos míos, a partir del segundo, como dicen en mi zona, no tienes hechura: verás cada capítulo con ansia y, la mayoría de las veces, por lo bestia y la socarronería de los personajes, con una sonrisa de oreja a oreja.
Para que se hagan una idea. Tenemos un dentista, excontable de la mafia, que saca muelas sin anestesia.
Hay un juez que, bajo la toga, solo viste bañador rojo, modelo turbo, y sobaquera con pistolón para dejar claro, a quienes no acatan sus sentencias a golpe de mazo, quien manda en la sala.
También veremos a un convicto que tras tomar como rehén al policía que le estaba custodiando, y atrincherarse en la misma comisaria, solo accede a entregarse cuando le ofrecen pollo frito (¡estamos en la tierra del Kentucky Fried Chicken!) y un buen vaso de bourbon.
Y luego están los Givens, los Crawded, los Bennett, los McCready, Ellstin Limehouse y el resto de las familias tradicionales de Harlan («Llevo 19 años en Harlan y me siguen viendo como un yanqui que viene a quemarles los campos. Ya, y por eso te quieres llevar al encantador de paletos»), frente a las cuales nada tienen que hacer todos los Wynn Duffy o los Robert Quarles de Detroit o cualquier otra gran ciudad.
La adicción que crea esta serie es tal que aunque, después de la segunda, los guionistas se relajaron, rectificaron a tiempo y el capítulo final de la tercera temporada, la peor de todas, es tan bueno que te deja, nuevamente, con ganas de mucho más.
Tras ver la serie he leído Un tipo implacable del bueno de Elmore y les confieso que fue una lectura muy entretenida.