Novela: «La noche se llenó de sirenas», de Julián Ibáñez

Sergio Torrijos Martínez

“Estaba demasiado fría, y distraída, y yo quería proponerle lo de vivir juntos. Por eso no quería entrar directamente en faena, así que di un repaso a los libros que había leído sobre el asunto, o lo que les había oído a los demás. A Casimiro, el de La Viña, le había oído decir, quitándose el palillo de la boca y con voz de domingo, que no hay mujeres frías sino hombres inexpertos. Veamos. Mis dedos comenzaron a hacer un trabajo fino, paciente y concienzudo; ella se quedó quieta, la mitad porque le gustaba y la otra mitad porque estaba sorprendida. Duró un minuto, me dije que era una gilipollez, así que le separé las patas, le enchufé el garrote y le di al asunto mandado a tomar por culo a Casimiro».

Por derecho, como dirían los taurinos. Puede que semejante alarde de sensibilidad espante a muchos lectores de novela negra, es Ibáñez en estado puro y no puede compararse a casi nada, es tan cabal como las calles de los polígonos industriales, recto y sin torceduras.

Bellón encuentra lo que sería su Dorado, un maletín repleto del vil metal y ¿qué ocurre? Lo esperado o lo inesperado, aparte, claro está, de que le persiguen, le acosan y sus asuntos vayan transcurriendo entre un problema y el siguiente. Queda claro que el propio personaje dirige el destino de la obra, su propia psicología, aunque sea atrabiliaria, le lleva a tomar una serie de decisiones de complicada comprensión y a quién escribe le parece la forma más honesta y más diestra de dirigir a un personaje tan particular.

La obra discurre en el mismo terreno donde habita Bellón, en mitad de ciudades dormitorio, tienen nombre pero sería indiferente que las situará en extrarradio de Madrid o en el de París, con personajes que entran y salen y con mujeres complicadas, difíciles, tanto como los tratos en los que siempre anda metido el protagonista. Un ejemplo del tipo de personajes:

“Se llamaba Honorio. Era uno de esos tipos que te encuentras por ahí, y no me refiero a que fuera gordito y sonrosado, de ojos pequeños y azules y con la pelota pelada, también sonrosada y con algunas pecas, sino a su sonrisa después de la primera frase que te dedicaba, que no era una sonrisa festiva, era retadora, en plan ¿pasa algo?, se quedaba mirándote, no como preguntándote si habías captado el doble sentido de lo que había dicho, porque eso le daba igual, sólo para que te enteraras de que te estaba mirando desde una altura privilegiada, porque don Honorio era el mejor en su oficio y sus tarifas eran las más altas de todo el territorio nacional. Pero sólo era así por fuera, había todavía más pedernal por dentro, sobre todo en negocios con pasamontañas».

El estilo de Ibáñez se mantiene firme, como un gran buque en mitad de la tormenta y siguiendo el mismo símil lo llevará a puerto. Sus obras, ya de una extensión muy adecuada, sirven a modo de chupito, un trago corto, pero vivo y violento, desde mi punto de vista lo necesario y preciso, no es preciso extender una trama para contar algo concreto o para explicar lo que se quería decir.

En resumen una buena obra para los que gusten del maestro, para los no iniciados o aquellos a los que en su momento espantó no creo que les vaya a convencer con esta, creo que quedará entre los cofrades del autor. Para quién escribe siempre es un lujo leerle, le ruego que siga dándole a la tecla.

La noche se llenó de sirenas

Julián Ibáñez
Cuadernos del laberinto

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