«Sylvia», de Howard Fast (E. V. Cunningham), por Ricardo Bosque

sylvia-howard-fastRicardo Bosque (@ricardo_bosque)

Una definición recurrente de novela negra dice que es aquella que comienza investigando un crimen para terminar analizando la sociedad en la que se ha cometido.

Falso.

Decía S. S. Van Dine en 1928 en sus reglas para escribir una novela policíaca que «una novela policial sin un cadáver, no puede existir. Me permito decir también que cuanto más muerto está el cadáver, mejor será. Porque dar a leer unas trescientas páginas sin presentar siquiera un solo asesinato, es demasiado pedir a un lector de novelas policiales.»

Falso.

Falso o, al menos, innecesario, como demostró en 1960 Howard Fast al escribir Sylvia, excelente novela negra de principio a fin, sin un crimen que investigar, sin un cadáver que llevarse a los ojos.

Fast, afiliado al Partido Comunista y víctima de la caza de brujas de McCarthy, pasó varios meses en prisión en 1950. No muchos, pero llevaban una condena añadida aunque no especificada en sentencia alguna: la prohibición a los editores de publicar sus novelas -por orden directa de J. Edgar Hoover-, hasta el punto que tuvo que recurrir a la autoedición para sacar al mercado su obra más famosa e internacional, Espartaco, que incluía su personal dedicatoria: «Lo he escrito para que aquellos que lo lean -mis hijos y los hijos de otros- adquieran gracias a él fortaleza para afrontar nuestro turbulento futuro y puedan luchar contra la opresión y la injusticia».

No pudiendo publicar con su propio nombre, se inventa un seudónimo con el que salvar la situación, E. V. Cunningham, y con él ven la luz del papel un buen número de novelas de género policíaco, entre otras las protagonizadas por el detective Masao Masuto y unas cuantas con nombre de mujer: Sylvia, Phyllis, Alicia, Lydia

Sylvia, la que nos ocupa, es la primera de todas ellas, en la que el detective privado Alan Macklin es contratado por un multimillonario de Los Angeles, Frederick Sommers, para que investigue el pasado de quien va a convertirse en breve en su esposa, una tal Sylvia West de la que pocos datos objetivos posee: que es propietaria de una pequeña fortuna y que escribió en su día un libro de poemas. Todo lo demás parece más bien fruto de la imaginación de la mujer, capaz de inventarse una biografía a conveniencia.

Consciente de lo que su trabajo puede suponer para el futuro de la mujer pero sin un centavo en el bolsillo, Macklin acepta el dinero de Sommers y comienza, pertrechado con una foto y un poema, armado con sus conocimientos de Historia Antigua, un viaje que le llevará a lugares tan distantes como Pittsburgh, El Paso o Nueva York, ciudades todas de las que Fast se encargará de mostrarnos su cara más sucia.

Por el camino, el autor aprovecha para soltar acertadas perlas sobre el mundillo editorial mientras retrata la podredumbre moral profundamente arraigada entre sus compatriotas, conformando una sociedad en la que todo el mundo está dispuesto a lo que sea por unos pocos billetes. El mensaje es evidente: la prostitución no es solo cosa de putas.

Mientras íbamos en su coche me decía a mí mismo: «En este mundo todos apestamos; cualquier cosa que toques mancha. Le he corrompido con esos sucios veinte dólares y su mano se ha movido mientras su alma escupía sobre ello, aunque no sé si existe el alma. Creo que tendrá presentes esos veinte dólares cuando busque en los archivos, pues el único dios que vemos con nuestros dos ojos y ello le hará esforzarse un poco más».

Y por el camino, Macklin nos va mostrando, poco a poco, cómo sus iniciales reticencias a aceptar un trabajo que podría suponer un duro golpe para una mujer a la que de nada conoce se transforman en abierta repulsión a medida que va conociendo a la Sylvia niña, a la Sylvia adolescente, a la Sylvia que siempre huye pero siempre huye hacia adelante, a la Sylvia resignada, a la combativa, a la que agacha la cabeza y a la que muestra las uñas… A medida que, inevitablemente, se va enamorando de ella sin siquiera haberla visto.

Salí de nuevo a la calle. En el parque Schenley me detuve ante el monumento conmemorativo de George Westinghouse, contemplé las lilas que lo bordeaban y pensé en Sylvia. Me senté en un banco y fumé un cigarrillo. Un par de jóvenes buscones que no tendrían los dieciocho trataron de tantearme. Regresé al hotel, me detuve en el bar para tomar un whisky y en él había una muchacha que no tendría los quince y que asimismo se me insinuó. Eso demostraba que resulto atractivo para todas las edades. Cené y subí a mi habitación en donde vi un rato la tele. Luego, leí poemas de Sylvia.

Como decía al principio, escribía Van Dine en 1928 que dar a leer unas trescientas páginas sin presentar siquiera un solo asesinato, es demasiado pedir a un lector de novelas policiales. Yo me considero lector de novelas policiales, buen lector de buenas novelas policiales. Sylvia tiene no trescientas sino casi cuatrocientas páginas sin un crimen que investigar, sin un cadáver al que hacer justicia. A Sylvia la he devorado, la he degustado con placer en tan solo dos tardes.

A usted, buen lector de buenos policiales, estoy convencido de que le sucederá lo mismo.

 
Sylvia
Howard Fast (E. V. Cunningham)
Trad.: José Luis Piquero
Navona
 

 

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