Si algo ha caracterizado desde sus inicios a la novela negra ha sido su realismo. El género nació, además de para entretener a sus posibles e hipotéticos lectores, para hacerlo a través de historias que les fuesen cercanas, sin rehuir una mirada, a menudo ácida y crítica, a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El crimen, al menos el literario, se alejó de las mansiones de los lores ingleses y de los palacios victorianos para volver, en palabras de Raymond Chandler al hablar de Dashiell Hammett, a donde de verdad le correspondía, las calles de nuestras ciudades. De ese modo, además de poder seguir las peripecias de la investigación de un asesinato y sufrir o disfrutar de las mismas, también se nos ofrecía un fresco de una sociedad o un país así como de sus habitantes. Su corrupción, su modo de vida, sus esperanzas e ilusiones, sus problemas de toda índole, sociales, políticos o económicos, encontraron en ese género uno de los vehículos más propicios para llegar al lector.
Precisamente esa capacidad de diseccionar las realidades sociales en las que se inserta la novela ha permitido al género negro pervivir y, trascendiendo a la época (los años posteriores a la Gran Depresión del pasado siglo XX) y el país (los Estados Unidos) en los que nació, expandirse por otros tiempos y territorios sin perder ni su capacidad de interesar al público ni su condición de testigo, a veces indeseado, de la realidad en la que están sumergidos sus lectores. Fenómenos como la actual novela negra nórdica, el polar francés, la narrativa criminal latinoamericana o la novela negra que se ha ido desarrollando en España desde los tiempos de la transición así lo avalan y no parece que, de momento, el interés por ese tipo de obras vaya a decaer.
Pero si es cierto que una de las características del género es ese realismo que origina una cercanía con sus lectores, también es cierto que estos mismos lectores pueden leer satisfechos esas obras porque de algún modo se consideran a cubierto, exentos de los riesgos que se nos muestran en ellas. Aunque nadie está libre de que le roben o atraquen o incluso, yéndonos al peor de los extremo, de ser asesinados, se trata de circunstancias que, aun siendo posibles, las vemos afortunadamente muy lejanas. Nuestra apacible y confortable vida cotidiana no suele tener nada que ver con las historias con las que nos solazamos sentados en nuestra butaca favorita. Ninguno de nosotros ha atracado jamás un banco, la inmensa mayoría no somos policías que se dedican a investigar asesinatos ni tampoco detectives que, investigando una posible infidelidad matrimonial, se topan inesperadamente con un cadáver. Tampoco somos poseedores de algún secreto a causa del cual los servicios policiales o de inteligencia de nuestros países nos acosen o investiguen. Somos, simple y llanamente, fieles lectores de un género capaz de entretenernos mientras describe, en ocasiones sin la menor compasión, cómo es el entorno que habitamos, pero que participamos de la arraigada convicción de que jamás seremos protagonistas de esas historias. Y sin embargo…
¿Cómo reaccionaríamos si, de repente, nos enfrentáramos a una realidad que nos supera y para la que no estamos preparados? La placidez de nuestra butaca deja de ser un refugio, porque todos sabemos que jamás vamos a jugar a los detectives, pero también sabemos que no estamos exentos de tomar una decisión equivocada en nuestras vidas que pueda meternos de lleno en una aventura peligrosa y no deseada. Y es que todos, antes o después, nos vemos abocados a tomar decisiones que traerán consecuencias. Muchas de ellas banales, como decidir si vamos a un estreno cinematográfico o nos quedamos en casa viendo la televisión, si cenamos en un restaurante chino o en un italiano, si nos vestimos con chaqueta y corbata o de modo más informal. Pero hay decisiones que pueden llevar a cambiar nuestra vida, decisiones, además, que hasta que no las hayamos tomado y visto sus consecuencias, no sabremos si han sido o no acertadas. Es decir, decisiones que aunque sabemos que tenemos que tomar, despiertan nuestros miedos. Y con esos miedos es con los que juega S. J. Watson en su segunda novela, Otra vida.
Su protagonista, Julia, es una persona normal, al menos en su vida cotidiana, ya que en el pasado ha tenido que luchar con sus adicciones a la heroína y el alcohol y con una juventud en la que durante un tiempo vivió al límite. Pero se trata de una época de su vida que tiene más o menos superada, ya que siempre quedan secuelas. Secuelas que no le impiden tener una vida aparentemente apacible e incluso burguesa, con su marido, un tranquilo médico, y su hijo, un adolescente con todo lo que conlleva ser adolescente. Que además no es su hijo biológico, sino de su hermana pequeña que, por no poder atenderlo, se lo entregó en adopción. Hasta ahí se puede decir que, independientemente de su historial, es una mujer que lleva una vida normal, con sus alegrías y sus problemas. Hasta que su hermana, la madre biológica de su hijo, es asesinada y empieza a obsesionarse con descubrir qué sucedió en realidad.
Y en este punto volvemos a lo anterior. Y es que aunque los lectores no somos sagaces detectives en la vida real, podemos identificarnos, sin el menor asomo de duda, con las ansias de la protagonista por saber la verdad de lo ocurrido. Y nos embarcamos con ella en una extraña aventura en la que, pese a sus desconocimientos de los procedimientos policiales, o quizás precisamente debido a ello, Julia se introducirá en el mundo del cibersexo, quedando enganchada a él, como si sus viejas adicciones hubiesen vuelto, aunque tomando en esta ocasión una forma diferente, más moderna y tecnológica. Y es ahí donde se muestra la habilidad del autor que, sin piedad alguna, nos hace enfrentarnos a nuestros temores. Y es que aunque ninguno de nosotros es el policía que (lo suponemos ya que no aparece en la novela) ha investigado el asesinato, sí podemos ser el hermano, compañero o amigo de la víctima que, por querer conocer lo que de verdad ha ocurrido, podemos tomar unas decisiones que podrían trastocar nuestras vidas y ponerlas en peligro. Porque aunque sabemos que nadie va a contratar un asesino a sueldo para acabar con nuestras vidas, sabemos también que en más de una ocasión hemos cruzado la calle con el semáforo en rojo. Y aunque nunca nos han atropellado, si lo pensamos detenidamente somos conscientes de lo temerarios que hemos sido al arriesgarnos a morir bajo las ruedas de un camión. S. J. Watson conoce esos miedos y nos los ofrece envueltos bajo la forma de una espléndida novela de misterio y suspense titulada Otra vida. Lo que no es necesariamente sinónimo de otra oportunidad. Ni de una vida mejor.
Otra vidaS. J. Watson
Trad.: Eduardo Iriarte Goñi Grijalbo
Javier, pocas veces se ha podido sintetizar los orígenes y las caracterísitcas de la novela que llamamos «negra» de forma tan contundente como lo haces en el primer párrafo. Claro que el resto de lo escrito no desmerece y anima a leer a Watson.