«Los impunes», de Richard Price, por Sergio Torrijos Martínez

impunesSergio Torrijos Martínez

Tengo que reconocerlo, me costó bastante la novela, al menos hasta la mitad aproximadamente. Partía de la buena prensa que tiene el autor y en especial de algún comentario de un conocido en cuyo criterio tengo mucha fe, pero al iniciar la lectura me parecía todo desarreglado, inconexo, falto de un fin. Se mezclaban pasados, el plural está colocado a propósito, y presente sin que hubiera un hilo argumental claro. Me resultaba complicado identificar la idea que nos quería transmitir el autor y la lectura seguía de manera dubitativa, únicamente mantenida con pequeños fogonazos que parecían chispas en una noche cerrada.

Sirva como ejemplo:

“La noche únicamente trajo consigo salidas de escasa importancia, siendo la más destacada el aviso de que había dos mujeres despedazándose con hachas o espadas delante de un colegio mayor de la Universidad de Nueva York; al final resultó ser una pelea de borrachas entre dos Xenas que salían de una fiesta de disfraces y se habían liado a golpes con sus hachas de gomaespuma».

Tal vez fuera por esperar otra cosa, por desear, en el fondo, que se nos mostrará una historia policial clásica, ambientada en Nueva York donde los delitos tienen el aura de ser algo más bestiales y los policías mucho más entregados.

Esa idea fue poco a poco muriendo conforme veíamos las andanzas de Billy Graves, protagonista cuasi absoluto, como lidiaba con sus problemas laborales como responsable del turno de noche y nos radiaba, a modo rutinario, las miserias que a diario aparecían en su labor laboral. En ese punto parecía acercarse más a aquella serie mítica “Canción triste de Hill Street” que tuvo la osadía de mostrarnos a policías como seres humanos, con sus problemas personales entremezclados con los laborales. El entramado de ficción se componía así de un collage que no terminaba de encajar al completo, más aún cuando la vida privada del protagonista no pasaba de un tipismo americano y al igual se podría decir del resto de compañeros del policía.

Pero, y este es un señor pero, por detrás, por abajo, por un lado, comenzaron a aparecer restos, residuos, pequeños reflejos de un gran autor del que soy rendido admirador, Jerome Charyn, quién ha entendido mejor que nadie el alma más profunda y anárquica de Nueva York. Lo disparatado, lo sin sentido, lo abigarrado pero enclavado en una verdad profunda tiene más sentido si se mira desde el prisma de Charyn, entiendo que es un autor muy exclusivo que tiene la facultad de ser odiado y amado a partes iguales, pero quién lo haya leído y disfrutado me entenderá. Una vez apareció Charyn en la novela, y lo hizo en una morgue, acaso hay mejor sitio para él, ya estaba cautivo y desarmado.

Poco a poco, dejando que la novela fuera a su ritmo, sin preguntarle, sin meterle prisa por saber si tenía algún propósito final, dejándome llevar por el ritmo marcado por el autor todo fue más fácil, más fluido. Apareció la idea predominante de la novela que no es una sino múltiple, por un lado la vida diaria de Billy Graves y por otro lado su pasado en el que se guarda algún sinsabor que son esos “impunes”; tipos que cometieron un brutal asesinato y que por un casual del sistema policial o judicial salieron indemnes y toda la maquinaria, tanto legal como policial, fue incapaz de hacerles pagar por sus crímenes. Esos “impunes” vivían en los armarios roperos de un grupo de policías, asentados en su memoria tanto individual como colectiva que les indicaba que había algo que todavía no estaba ni mucho menos cerrado. Cuando comenzaron a aparecer muertos la cuestión pasó de anécdota a algo más.

Y todo esto salpicado con historietas, con encuentros, balazos, discusiones, crímenes horrendos o rutinarios, violencia y sangre y muchos, muchos policías. Pero no policías de serie televisiva sino de los de verdad, de los que pueden caer mal o estar más cerca del delito que los propios delincuentes. Los policías son retratados así como trabajadores y como personas antes que como agentes de la ley y lo que nos ofrece Price es un ejercicio de realismo bestial. Probablemente de lo mejor que he leído en mucho tiempo sobre los propios policías.

La novela, ya es un poliedro, pasa a ser una historia policial y no por investigar crímenes sino por mostrarnos la vida diaria de la profesión de policía.

Pero hay más, bastante más, hay un estilo muy propio, con golpes de humor, con historias interesantísimas que rememoran delitos antiguos de barrios antiguos y que se cuentan en un minúsculo espacio y de manera tan adecuada que no se precisa mucho más. Hay un desparpajo y un sentido de la distancia claro y meridiano con hechos bestias que se encuentra con la rutina de ver algo malo a diario. Hay una progresión en la escritura que hace que la novela vaya a más y aunque el final es un poco forzado se agradece que se cierre el círculo de una historia.

No me extiendo más. Me ha encantado y se la recomiendo encarecidamente.

Remato con un extracto para que se hagan una idea de cómo trajina Price historias:

“― Fue un proxeneta con apodo indio, Cochise, Cheyenne, quizá Gerónimo. Lo llevaban atrás, en el coche patrulla, y el tipo se puso a despotricar sin que hubiera manera de hacerlo callar. Así que aquel policía, llamémosle Johnson, conduce hasta el parque Morningside, todo esto por la noche, lo saca a rastras del coche, le da una paliza tremenda y lo deja allí tirado para que se muera, que fue justo lo que sucedió.

― ¿Solo porque despotricaba?

― Bueno, por eso y porque no había una sola chica en su cuadrilla que pasara de los dieciséis años, porque tenía la costumbre de cortarle el tendón de Aquiles a cualquiera que se le ocurriera intentar escapar de él, porque era tan arrogante que amenazó a la familia de Johnson y… sí, porque no cerraba el condenado pico.

― ¿Qué le paso?

― ¿Qué le paso a quién?

― Johnson.

― Nada.

― ¿Se fue de rositas?

Su padre se incorporó ligeramente con una segunda almohada.

― Tienes que entender, hijo mío, que durante el verano del sesenta y cuatro el barrio estaba al rojo vivo, y el tal Cochise tenía más enemigos que un emperador romano. La brigada hizo el paripé de investigar su muerte durante un par de días, pero en realidad a nadie le importaba un carajo, y después un teniente del 1-9, Tom Gilligan, disparó y mató a un chico negro de quince años en plena calle y nos encontramos con casi una semana de disturbios entre manos, de modo que el proxeneta quedó completamente olvidado».

Los impunes

Richard Price
Trad.: Óscar Palmer Yáñez
Literatura Random House

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