Reseña: «La cajita de rapé», de Javier Alonso García-Pozuelo

Manu López Marañón

Para su memorable debut literario con la novela La cajita de rapé elige Javier Alonso García-Pozuelo la época terminal del reinado isabelino (1833-1868) y ambienta su argumento en un Madrid –el de 1861– más villa y corte que nunca. No vendrán mal unas pinceladas costumbristas y de tipo político para que el aspirante a lector de esta obra disponga de alguna información introductoria.

La ciudad: eran aquellos unos años en los que las habitaciones se iluminaban con quinqués y velas de esperma de ballena; en que los porteros aún hacían recados a los propietarios… pero tardando tres cuartos de hora en ir a por unos huevos; en que los señoritos tarambanas eran aficionados a jugarse la hacienda en timbas domésticas –y unos expertos en preñar a sus doncellas–; en los que en «las casas bien» lo habitual era tener ama de llaves y cocinera; en que para calmar los nervios el remedio habitual eran las tazas de tilo con agua de azahar; unos años, en fin, en los que aún se expedían cédulas de vecindad.

Los varones iban al teatro con sus mujeres o queridas, según tocara, pero lo que de verdad les gustaba era pegar la hebra entre ellos en interminables tertulias como las del Café Suizo, bien empapuzadas en fondillón alicantino, y repostar luego en Casa Clavijo, donde se comían unos callos que –la verdad sea dicha– hoy mejor ya nos olvidamos de catar: eran estos los sabrosos prolegómenos para visitar después el prostíbulo, la cresta de sus consuetudinarias calaveradas.

Un edificio representativo de la época es el palacio de Santa Cruz, con su fachada de ladrillo visto y granito, y su torre desmochada, símbolo del Madrid ruinoso del siglo XIX. Este palacio (que más tarde albergará al Ministerio de Asuntos Exteriores) funcionaba entonces como Audiencia Territorial; de dos plantas, en la de abajo se ubicaban los despachos del juzgado de primera instancia y allí el juez de instrucción era la principal autoridad.

El ferrocarril que, algún día, unirá Madrid y Barcelona, en 1861 se interrumpía abruptamente en Jadraque, pueblo de Guadalajara.

La política: debido a continuas deserciones, en la Unión Liberal se vivía en un clima de intrigas que ponían en entredicho las políticas del general Leopoldo O’Donnell –duque de Tetuán, conde de Lucena y vizconde de Alinga– espadón del régimen isabelino e instigador de la guerra de África (1859-1860).

En 1861 el gobierno O´Donnell se encontraba muy tocado por haber sufragado, inútilmente, los enormes gastos (económicos y humanos) de una guerra que la población percibía ya como inútil. El sentimiento patriótico del pueblo madrileño se hallaba consecuentemente, en esos momentos de crisis, bajo cero.

De triste moda se habían puesto los indultos irregulares, las prebendas a diputados y la persecución de la prensa (gracias a una nefasta ley de imprenta). La suma de tanta corrupción hizo que la oposición viera factible tumbar al Gobierno en una Sesión de Cortes, de la cual, una vez celebrada, consiguió salir airoso O´Donnell; pudo así mantener en el poder a su gabinete.

El Inspector Benítez: fiel al Régimen Constitucional, modelo de «hombre de una pieza» y con una honestidad a prueba de bomba, José María Benítez Galcedo aspira a ser el nuevo inspector especial de vigilancia, un puesto que acarrea despacho en el Ministerio de Gobernación con vistas a la Puerta del Sol: el feliz remate a su carrera como policía.

Para obtener ese codiciado premio Benítez debe facilitar una vital información sobre una serie de diputados que pretenden retirar su apoyo al gobierno. Algo tan sencillo como pedir a un disidente el listado. No dispuesto, por escrúpulos morales, a esa labor de delación, la salida de las tropas españolas de Tetuán coincide con el convencimiento que Benítez tiene de cómo negarse a lo que se le pide supone terminar sus días –y eso con suerte– como inspector de distrito en La Latina.

Benítez añora a su mujer, muerta hace unos años. Tiene dos hijas, una de ellas vive en Extremadura pero regresa a Madrid. Un sobrino, José Francisco, temerario periodista de El Observador (que tendrá un decisivo papel en la resolución de «El caso de las alcarreñas»), hace las veces del hijo que nunca tuvo Benítez, quien mantiene unas apacibles relaciones con la viuda de un coronel. Entre las aficiones del inspector está traducir al castellano las memorias de Eugène-François Vidocq (primer director de la Sûreté Nationale francesa)… aunque la falta de tiempo haga que vaya aún por el primer tomo.

Angustia a Benítez el escaso tiempo de que dispone para resolver el doble crimen de las doncellas domésticas (transmitir esa desazón al lector es una de las –no pocas– habilidades del autor).

El nombramiento del nuevo inspector especial de vigilancia (García Centeno) es inminente y, para antes de ello, los asesinatos de Lorenza Calvo Olmeda y Engracia Fernández Clemente deberían estar resueltos. La inapelable realidad de los hechos convence a Benítez de cómo, además de no ser él el nuevo inspector especial, la no resolución del doble crimen puede hacerle perder hasta su actual puesto de inspector. Pero al demostrarse que García Centeno falsificaba cédulas de vecindad a personas buscadas por la justicia el puesto de inspector especial queda vacante. Benítez resuelve –con no poca fortuna– el caso de las alcarreñas. La detención de los asesinos colabora a que sea nombrado in extremis inspector especial. En los años que le restan hasta su jubilación, disfrutará del ansiado despacho con vistas a La Puerta del Sol.

Los dos crímenes: Solventa Javier Alonso, con pericia infrecuente en un narrador debutante, una compleja trama delictiva en cuya resolución se halla inmerso el lector desde el minuto uno.

Apoyado en todo momento por una exhaustiva labor de documentación que consigue el «punto justo» (ese punto tan difícil de conseguir por cualquier escritor consistente en que la ambientación ni ahogue ni exceda a la trama), apoyado por ella, digo, se radiografía un Madrid –el de 1861– que pone en nuestras manos un dilatado mosaico urbano emparentado con los que, en su día, pergeñaron, para hacer entrar en el siglo XX a nuestra literatura –y por la puerta grande– grandes escritores como Camilo José Cela (San Camilo 1936) o Luis Martín-Santos (Tiempo de silencio).

Con escalpelo disecciona Javier Alonso –como el hábil cirujano que es– los diferentes estratos sociales de la capital, regodeándose (con una ironía al galope, nada distanciada) a la hora de presentar a la alta burguesía madrileña, clase retratada como vaga, derrochona, libidinosa y, lo peor, sin la menor curiosidad intelectual. Ocultar vestigios del pasado para mantener «el buen nombre» y lucir así una inmaculada fachada social parece ser la única preocupación para estos burgueses enriquecidos por el comercio (almaceneros de vino como la familia Ribalter) y la banca (el banquero gaditano Juan Miguel de Monasterio). No extrañe que la inopinada aparición de un hijo natural haga perder los nervios a cualquiera de estos paladines del orden establecido.

Igual de mal parados salen en La cajita de rapé (el título hace referencia a un macguffin de clara filiación hitchcokiana) proletarios de la época como mozos de cuerda, criadas, tablajeros de carne: embrutecidos y dados al vino, tramposos y ventajistas, siempre como desganados en la faena. La inmersión de Benítez y sus oficiales –Fonseca y Ortega (¡a quien colabora con el inspector parece pegársele tanto la eficacia como su honradez laboral!)– en el bajo fondo madrileño para desentrañar la investigación criminal ofrece un panorama demoledor.

Cargos públicos como el Gobernador Civil de Madrid y su secretario González Cuesta (logradísimo secundario al que Benítez detesta: «ese trepacucañas rastrero», lo llama) tampoco quedan al margen de los certeros dardos alonsinos. Así, Pérez Elgueta, el juez de instrucción, odioso burócrata, no parará de poner absurdas objeciones durante las pesquisas, para desesperación de Benítez.

La resolución del doble crimen pone las cosas en su sitio, pero tras la detención de los culpables queda en el lector esa incómoda sensación del «aquí no ha pasado nada»; de que la porquería se ha barrido, de acuerdo, pero solo para ocultarla debajo de alguna acera. El orden está salvaguardado.

 

La cajita de rapé
Javier Alonso García-Pozuelo
Maeva
 

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