Reseña: «La muerte es una vieja historia», de Hernán Rivera Letelier

Noemí Pastor

Elogio de la novela ligera

Yo siempre he sido muy de novelón, de tochos gordos de hacia mil páginas que me tengan absorta durante días y días, pero voy evolucionando sabiamente y cada vez aprecio más la nouvelle, el relato rápido, candencioso, breve, liviano como una cancioncilla pop.

Y La muerte es una vieja historia es así; te transporta de página en página como quien transporta una pluma a soplidos; de diálogo en diálogo, de jocosidad macabra en detalle pintoresco, de hallazgo estilístico en expresión colorida, con la inestimable ayuda, claro, del léxico deslumbrante del habla chilena, que obra magia en nuestros peninsulares oídos.

Me aburren las novelas negras

Eso dice Rivera Letelier en una entrevista de marzo pasado en El País. Exactamente dice esto: “Las novelas negras me aburren a morir. Hay exceso de descripciones inanes, violencia desmedida (los autores creen que, mientras más sangre y muerte, mejor les queda), además de los tópicos inaguantables”.

Y yo concluyo que no le aburren todas las novelas negras, sino un tipo determinado; concretamente el mismo que yo aborrezco.

A pesar de todo, no se libra Rivera Letelier de comenzar La muerte es una vieja historia con un cliché negro muy nórdico y también muy televisivo: una escena criminal violenta, veloz e impactante. Debo decir, sin embargo, que no alcanza ni con mucho el gore y que, aunque dura, se queda en un morbo contenido.

Tampoco se libra nuestro autor de otro cliché negro: una pareja de investigadores en la que el jefe es un señor mayor feo y su ayudante, una hermosa joven. Pero aquí también hay un “sin embargo”: las personalidades de ambos son tan peculiares que esta convencionalidad se queda en casi nada.

Y hay otro cliché, más moderno, en el que cae Rivera, como veremos después: La muerte es una vieja historia encabeza una trilogía policial. Últimamente parece que, si no trilogías (del verbo trilogiar, que acabo de inventarme), no eres nadie.

Antofagasta: el hombre y la tierra

Empiezo por la tierra: Antofagasta; la Pampa chilena. El escenario de esta novela es el mismo de las catorce anteriores de Rivera Letelier. Una ubicación muy especial, con una mezcla explosiva de exmineros desplazados por el cierre de las industrias salineras e inmigrantes colombianas. Un mundo provisional construido con los desechos de otros ya desmoronados. Rivera nos conduce por el paseo Prat, la calle Condell, el centro histórico, el barrio chino, los Jardines del Sur, la calle Sucre, sus boliches, sus sucuchos, sus amanserías… Y, sobre todo,por su cementerio, pues La muerte es una vieja historia (el título ya nos da una pista) se desarrolla en buena parte en el cementerio de Antofagasta.

Rivera Letelier conoce bien la ciudad: allí se trasladó con su familia a los once años desde la salitrera Algorta; ahí inserta acertadamente su propia mitología pampera, sus microrrelatos entre lo épico y lo hagiográfico (la milagrosa gesta de los treinta y tres mineros de Copiapó o el culto a Elvirita Guillén, la santa María Goretti antofagastina) e historias chuscas de antiguas investigaciones del Tira, relatos bien destilados que se detienen solo en lo esencial y no hacen sino deleitar.

Sigo con el hombre, el Tira Gutiérrez, único detective privado de la ciudad, un tipo descachalandrado de cuarenta y dos años, divorciado (¡cómo no!), amante de los boleros cantados con voz llorosienta y políticamente del bando de los cínicos.

Su ayudante en las labores detectivescas es la hermana Tegualda, monja evangelista de vestimenta pechoña, militante del eufemismo (un violador es un perjudicador, los pobres son gente vulnerable) e incansable lanzadora de citas bíblicas a las que el Tira responde con letras de boleros.

¿Y la fauna? ¿Dónde está la fauna? Pues la fauna la pone una pareja de jotes. Por supuesto que he tenido que recurrir a la Wikipedia para averiguar que los jotes son unas aves americanas similares a los buitres, también conocidas como zopilotes. Lo de los zopilotes ya nos suena más; por la literatura, claro. Estos jotes suelen acercarse a la ventana del despacho del Tira tan a menudo que ya les ha cogido cariño y les ha puesto nombre: John y Yoko.

Como en las películas

Cuenta Rivera Letelier en una entrevista que de niño se convirtió en un “cinéfilo crónico” de esos que en una tarde se ven tres veces la misma película. Pero antes de que lo contara, ya se le notaba, y mucho, en la novela, pues disfruta como un infante recreando a lo pampino escenas típicas de los policiales como ruedas de reconocimiento (nada de espejos semiplateados, sino una puerta de madera con tres agujeros en hilera) y persecuciones (en el cementerio, tropezándose entre las tumbas, trepando nichos, saltando losas y esquivando cruces). Además, nos divierte con referencias constantes a series y pelis: el detective Magnum, Tarantino, Rambo…

Supongo, pues, que habrá sido un placer para él que se haya llevado al cine su novela Fatamorgana de amor con banda de música, tras otros proyectos, con otras novelas, que no se consolidaron.

Deseando volver estoy

Como os decía antes, esta novela es la primera de lo que va a ser una trilogía que ya tiene publicada también la segunda entrega: La muerte tiene olor a pachulí. En cuanto a la tercera, dice Rivera Letelier que se encuentra ahora trabajando en ella.

¿Y qué digo yo? Pues que me lo he pasado tan bien con esta primera entrega que no renuncio a las otras dos ni por nada. Que estoy deseando volver al aire salitrero impregnado también de cinefilia, al humor entre socarrón y disparatado, a los ecos evangélicos y al particular mundo literario de Rivera Letelier; a las calles de Antofagasta y, por qué no, también a sus cementerios.

 
La muerte es una vieja historia
Hernán Rivera Letelier
Alfaguara
 

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