Reseña: «Ya no quedan junglas donde regresar», de Carlos Augusto Casas

Sergio Torrijos Martínez

“Estaba desnudo, inmerso en la oscuridad. Un segundo de luz le enfrentó a su imagen en el espejo, de cuerpo entero. Un monstruo escuálido y arrugado. Hecho de esas partes que se separan de la carne del filete y se dejan a un lado del plato. Grasa, tendones y huesos grisáceos. Sobras, despojos. Un espantajo de pellejo reseco. La visión le dejó paralizado por el horror hasta que retornó la oscuridad.”

Así, por derecho, como debe ser, entrando en materia desde el prólogo, porque ya desde ese punto la novela interesa. No sólo por ser el maestro Julián Ibáñez quién se presta a escribir unas líneas a modo de presentación, sino porque con su placet y lo que comenta ya nos pone en situación y la novela no desmerece las alabanzas del maestro.

No sé si será un poco precipitado decir que me ha encantado a estas alturas de la reseña, pero como ya está dicho pues apúntenselo, la novela merece y mucho la pena. Eso sí, no es para todos, ni tampoco lo pretende, tiene ese tono marginal y filibustero que sólo gusta a unos pocos. Sirva como ejemplo:

“Entre 15 y 20 vejestorios bebían alcohol barato mientras se relamían contemplando a través de los sucios ventanales cómo las chicas de Montera paseaban sus tacones altos y sus escotes bajos. Todos con esos ojos gastados, como si estuvieran hechos de anís frío.”

No sólo trata de eso, de viejos y putas, sino también de policías con problemas o, mejor aún y mucho más genérico, de gente con problemas, y no son los típicos que nos exponen en cualquier novela de grandes ventas: los problemas son humanos, reales, con arrugas, fluidos y tan irresolubles como los que a diario nos presenta la vida.

Escuchaba hace poco a la hija de otro gran maestro, González Ledesma, hablar de que su padre siempre trataba los ambientes y los personajes desde el punto de vista humano. Es imposible poner una coma a semejante afirmación, pero aquí va otra a la que creo tampoco se le podría poner ninguna: ni Ibáñez, ni su heredero natural, Carlos Augusto Casas, hacen de menos a esa afirmación, todo lo que contienen las casi doscientas páginas -que se me hacen muy escasas- rezuman humanidad, y ese puede que sea su secreto y su mejor virtud.

La novela se lee de un tirón, disfrutando, algo como lo que describe el propio autor:

“—¿Sabe por qué me huele el aliento? —dijo el subinspector—. Porque ahí adentro he encontrado una botella de Lagavulin 30 años. ¡Lagavulin 30 años!

—Estupendo, ¿qué es?

—¿Que qué es? ¿Cómo explicarlo con palabras? Es… sexo, sexo embotellado. Orgasmos en vaso largo con sabor a whisky. Al probarlo he escuchado a mi hígado gritar con nitidez “por fin”…”

Pues eso es la novela, un licor exquisito, al alcance de pocos, para paladares entrenados, un disfrute grande pues no sólo se trata de una novela bien narrada y muy bien urdida sino que te sorprende con golpes de humor, con guiños al lector y a su potencial público y con esa mirada desgarrada y certera de los que observan con lucidez la realidad que nos rodea.

Es muy probable que la reseña no esté a la altura de la novela, así que mejor se la leen y dejan para el final lo que ahora están leyendo. Tengo que hacer mención a la editorial: con una apuesta así a mí me ha ganado, le agradezco que haya publicado esta obra y sé que muchas editoriales se echarían para atrás al tener entre sus manos semejante despliegue de mala leche, crimen, sangre y verdad.

Recomendarla a estas alturas creo que sobra, deben correr a su librero y comprársela. Me lo agradecerán, no lo duden.

 

Ya no quedan junglas donde regresar
Carlos Augusto Casas
M. A. R. Editor

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