Novela: «Las maldiciones», de Claudia Piñeiro

Noemí Pastor

El poder

El poder es lo más. Es mejor que cualquier otra cosa. Es mejor que el dinero. Es mejor que el éxito o la gloria. Es colosal.

El poder embriaga. Una vez que lo pruebas, es difícil dejar de desearlo, es casi imposible acostumbrarse a vivir sin él. Por eso hay seres humanos adictos al poder. Y esta novela trata de uno de ellos, de un representante de eso que desacertadamente llaman la nueva política, como si el cinismo, la burla, la manipulación, la mentira, el crimen asépticamente encubierto, la ausencia de escrúpulos y el desprecio a la inteligencia de las gentes se hubieran inventado ayer mismo.

Este personaje que mueve los hilos de la novela se llama Fernando Rovira, y es una especie de Underwood a la argentina. La referencia no es banal, pues la autora cita a Claire y Francis Underwood hacia el final de la novela; para entonces, toda persona que conozca House of Cards se ha acordado ya unas cuantas veces de ellos y, por supuesto, de Donald Trump.

Digo que es quien mueve los hilos de la novela, no que sea el protagonista, pues el protagonista es su segundo de a bordo, su hombre de confianza, Román Sabaté, un tipo que llega a la política por puro azar y que nunca llega a contagiarse del “espíritu” de su jefe. Sabaté actúa a veces como narrador en primera persona (funciona siempre bien el relato de un “segundón”, alguien que estuvo siempre allí, pero sin apenas focos sobre su persona) y otras veces lo suple un narrador omnisciente.

La superstición

La novela comienza con una cita de Claude Lévi-Strauss que nos explica el título: las maldiciones, las brujerías, las magias, los hechizos funcionan siempre que se crea en ellos. Fernando Rovira, líder absoluto del movimiento político Pragma (ya solo el nombre da miedito) cree, hace creer y se deja aconsejar al respecto por su madre, una embaucadora tan reptil y criminal como su hijo, que practica algo parecido a la adivinación.

Mientras tanto, Valentina Sureda, alias la China, periodista de televisión, escribe un libro sobre las creencias supersticiosas en la historia política de Argentina y lo ilustra (nos ilustra) con casos reales, o al menos aparecidos en prensa, sobre líderes políticos que pedían consejo a tarotistas o sanadoras. Entre los no argentinos figuran Hugo Chávez, Francisco Franco y Jordi Pujol. No tienen desperdicio estos fragmentos del libro de Sureda incrustados en Las maldiciones como “no ficción” dentro de la ficción.

Un hombre con un niño

Tras la cita de Lévi-Strauss y unos hermosos párrafos sobre las maldiciones que todos llevamos a cuestas, que, al fin y al cabo, no son otra cosa que la asunción del propio fracaso, el relato en sí arranca con un hombre que viaja de noche con un niño, algo para lo que el mundo todavía no está preparado, algo que huele a fuga, a clandestinidad; y así es en esta novela.

Esa fuga no es el primer suceso novelesco en lo cronológico, porque la novela comienza in medias res, con un hecho que es, a la vez, el final y el comienzo de algo. Luego Piñeiro va componiendo el puzle con hechos pretéritos y futuros hasta conducirnos al desenlace.

Confieso que a mí las novelas y las películas con niños protagonistas, de entrada, me echan para atrás. No me gustaban ni cuando era niña. Siempre les encuentro un punto de ñoñería que no puedo digerir. La excepción son las novelas de Claudia Piñeiro. En Una suerte pequeña la infancia ocupaba un lugar central y en la coralidad de Las viudas de los jueves despuntaban unos adolescentes desgarrados y a la vez esperanzadores.

En Las maldiciones el pequeño Joaquín es bastante protagonista, es importante, tanto que aparece incluso en la portada, y viene también a representar la confianza en un mañana mejor, un rayito de positividad que se agradece en un contexto tan lúgubre. Con todo, el mérito principal de Piñeiro consiste en que la inocencia y la bondad no se nos atraganten, sino que nos resulten necesarias, una tablita de salvación a la que agarrarnos durante un ratito, un traguito de agua en el desierto.

Otros ingredientes

El relato principal de Las maldiciones reposa sobre elementos secundarios (o no tanto) que lo enriquecen al máximo. Un viejo militante radical, por ejemplo, nos habla con arrobo de Raúl Alfonsín y de las cosas que a unos políticos se les perdonan y a otros no.

Los colaboradores de Rivera (ay, no, que me he confundido; Rovira, quería decir Rovira) manejan nuevas tácticas y estrategias políticas en materia de propaganda y seguridad, interesantes de conocer y perfectamente designadas mediante eufemismos o neologismos, y también deslumbrantes anglicismos, pues, como bien nos dice Sabaté en el texto, una de las reglas de oro de la nueva política debe de ser la de no llamar jamás a las cosas por su nombre; y otra, decirle al votante exactamente lo que quiere oír.

Todo ello nos llega vehiculado por un léxico que a los lectores peninsulares nos encandila tanto como si nos lo estuvieran narrando a la oreja con un delicioso acento argentino. Encuentro, así, muchas palabras de las que desconozco el significado, pero me resisto a acudir al diccionario, no vaya a ser que se me borre el efecto mágico y sonoro de su significante.

 

Las maldiciones
Claudia Piñeiro
Alfaguara
 

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