Mi nombre es Teresa y soy serieadicta.
Empecé con 10 u 11 años. Por aquel entonces únicamente había dos cadenas de televisión y un capítulo semanal era una dosis inofensiva para cualquier organismo. Poco predispuesta a esperar para ver el siguiente, solía ser infiel a la serie en cuestión con películas o programas de entretenimiento que empezaban y terminaban en el día sin dejar ni una pizca de desasosiego en el cuerpo.
Debo confesar que a mi sobriedad seriefila de esa época contribuyó, en gran medida, la pasión por el cine que nunca me ha abandonado.
Allá por los noventa, tuve una breve recaída por culpa de Twin Peaks, de David Lynch. En mi defensa diré que era inevitable que me enganchará porque a su parte negra y criminal (la investigación del asesinato de Laura Palmer, ese hermoso y ya icónico cadáver) se unía el terror y los fenómenos sobrenaturales, otra de mis pasiones.
Con Lost (Perdidos) la cosa se repitió. Pero fue tanto el cansancio por los cambios de cadena, tanto el tiempo que tardaron en emitir las seis temporadas, y tanta la decepción con el final, que juré y perjuré que haría todo lo que estuviera en mi mano para curarme de esa enfermedad que, siendo como soy de natural impaciente, ponía en serio peligro mi cordura. La rehab fue larga pero logré desintoxicarme.
Me mantuve limpia un largo período y cuando creía haberlo logrado, a través de Internet y las plataformas televisivas, llegaron Breaking Bad, Mad Men, Fargo, True Detective, Hannibal, La caza, Black Mirror, Juego de Tronos, Narcos, El cuento de la criada, American Crime y la Maldición de Hill House.
Con la fuerza, belleza y calidad de estos nuevos productos que los traficantes del entretenimiento sacaron al mercado, la recaída fue antológica: me propongo ver un capítulo y acabo viendo cuatro, suelo divagar sobre cuál de las que atesoro merece un segundo visionado, me cabreo cuando una temporada es peor que la anterior, pero siempre la termino, y experimento un terrible vacío existencial cuando llego al último capítulo.
No tengo remedio, ahora lo sé, así que pasemos a hablar de ella.
Cuando escribí Policías de serie no la incluí porque entonces, sencillamente, no la conocía. Me estoy refiriendo a la exinspectora Catherine Cawood, sargento de policía que dirige un pequeño grupo de agentes en Halifax, localidad situada en el condado inglés de West Yorkshire.
Vestida con el uniforme azul reglamentario, cada mañana la sargento Cawood (cincuentañera, divorciada, pasada de kilos y poco en forma) sale de su casa dispuesta a velar por el orden en su idílico valle donde, normalmente, nunca ocurre nada.
Comparte casa con su hermana Claire, exheroinómana y exalcohólica. Su hija fue violada por Tommy Lee Royce (condenado a siete años de cárcel por tráfico de drogas) y quedó embarazada. A los pocos días de parir se suicidó. La decisión de criar al niño, su nieto, alejó a su propio hijo, rompió su matrimonio y supuso para Catherine un sacrificio que le hace preguntarse, una y otra vez, si tomó la decisión correcta.
A la pesada carga familiar que como madre, abuela, hermana y mujer, le toca sobrellevar, se unen los habituales problemas laborales: jefes ineptos, escasos medios, poco sueldo y nulo reconocimiento.
Pertrechada con esposas, espray de pimienta y una porra (los «bobbies» no llevan pistolas), patrulla en coche, pocas veces acompañada, y cuando se encuentra ante una amenaza grave debe llamar, si le da tiempo, para pedir ayuda a los cuerpos que tienen autorizado el uso de armas de fuego (estos reciben un entrenamiento especial y se despliegan en vehículos de respuesta rápida).
La primera temporada se inicia cuando Kevin, contable de una empresa, decidido a costear una mejor educación para sus hijas, pide un aumento de sueldo a su jefe y éste, sin pensarlo demasiado, se lo deniega.
Esa negativa producirá un ataque de ira y convertirá a Kevin, un tipo anodino, en el autor intelectual de un delito que alcanzará unas proporciones inesperadas y demostrará como, sometidas a circunstancias extremas, la separación entre las personas normales y los monstruos se difumina hasta casi desaparecer. Cruzada esa línea, no hay vuelta atrás.
La serie es dura y desasosegante.
Rodada con gran realismo, no se escatima ni un gramo de violencia (la paliza que recibe Catherine Cawood, y que casi acaba con su vida, es de una brutalidad que estomaga).
Al final todos pagan por sus culpas. Absolutamente todos.
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