Diez años ha tardado Domingo Villar (Vigo, 1971) en tener lista, con El último barco, la tercera entrega de la andadura del inspector Leo Caldas, que empezó con Ojos de agua y La playa de los ahogados. Diez años, cuando uno raya la cincuentena, es tiempo suficiente para que la vida nos zarandee de forma importante; tiempo para que lleguen los hijos, para que nos abandonen algunos seres queridos, para que la vida nos moldee como personas y como escritores.
Uno siente, al comenzar las más de 700 páginas de El último barco, como si hubiera regresado a un lugar escondido en la memoria. Diez años dan para muchas lecturas, cientos de novelas, y sin embargo Leo Caldas estaba ahí, agazapado entre todas ellas esperando su momento.
Es esta una novela en la que todo transcurre despacio, la historia, su trama, sus personajes; las sensaciones que provoca se van mostrando sin prisa, calando en los huesos del lector e impregnándolo todo de esa melancolía que siempre desprendió Leo Caldas. No en vano muchos de sus protagonistas viven una existencia lenta, el Vaporoso con su barca de pesca, los profesores de esa Escuela de Artes y Oficios en los que se imparten disciplinas ya casi olvidadas como la cerámica o la lutería, oficios que requieren tiempo y paciencia.
La trama arranca con la desaparición de Mónica Andrade, hija de un prestigioso cirujano a la que la tierra parece haberse tragado. Y durante casi un tercio de la novela ese es el único dato que la historia nos desvela. Domingo Villar se encarga, con su prosa sencilla y cuidada, de mecernos en un paseo por esa Galicia tan particular, la de sus gentes, la de sus lugares, la de sus costumbres. La investigación, alejada de la artificial vorágine en la que muchos escritores tratan de sumergirnos, retrata de forma mucho más verosímil lo que significa el oficio de investigador. Entrevistas con los vecinos, con los compañeros de trabajo de la desaparecida, con familiares, con empleados del transbordador en el que Mónica viajaba a diario entre Moaña y Vigo. Conversaciones aparentemente intrascendentes mediante las que Leo Caldas dibuja un mapa mental de lo que pudo suceder.
Durante toda la lectura una imagen se ha creado en mi mente: una tela de araña. Así es como Domingo Villar ha compuesto una obra tan magnífica, con hilos finos, apenas visibles, sin prisa, confeccionando una figura geométrica robusta, estética y funcionalmente perfecta. Porque la novela funciona con una eficacia impactante, desde las primeras páginas el lector queda atrapado en la red, incapaz de soltarse, envuelto en una historia que son a la vez muchas historias.
Tiene El ultimo barco múltiples lecturas, como debe tener toda gran novela, lecturas que transitan en planos tanto argumentales como emocionales. Pocas veces hemos leído en la novela policiaca una relación tan emocionante como la de Leo Caldas con su padre, cimentada en los silencios más que en las palabras, en las miradas más que en las acciones, en los recuerdos más que en el presente. Y eso es, también, Galicia. Una tierra de gente parca en palabras y generosa en gestos, una tierra en la que la climatología es parte de sus habitantes y de sus paisajes. Porque cuando Domingo Villar cuenta que llueve y hace frío, uno se moja y se estremece.
Durante cientos de páginas el lector espera, como Leo Caldas, la geolocalización del teléfono que Mónica Andrade llevaba cuando desapareció, momento que desencadena toda una cascada de acontecimientos y revelaciones. Y es ahí donde la novela gira sobre sí misma, coge impulso y nos desvela una trama magistralmente armada, construida con la precisión de un orfebre. El dominio del ritmo es una virtud en toda novela, y Domingo Villar nos demuestra en El último barco que es un genio manejando la acción y los tiempos. El final es de esos que hacen que al terminar necesitemos imperiosamente encontrar a alguien con quien comentarlo, como toda buena película, como toda gran canción.
Tampoco está exento de la novela el sentido del humor. Al modo gallego, por supuesto. Y así es también Domingo Villar, al que tuve el placer de conocer hace unos días, un tipo sencillo, con un gran sentido del humor, capaz de construir, con la mayor humildad, una de las mejores novelas que he leído en mucho tiempo. El último barco es una obra para disfrutar, para leer sin prisa, como debe ser.
El último barcoDomingo Villar Siruela