Esta novela me ayuda a pensar que no estaba tan errado. Siempre he pensado que la realidad, la cotidianidad tiene más negrura que cuatro detectives privados y que veinte policías en sus puestos de trabajo. Entre las páginas del libro existen historias tan negras que un crimen no indicaría nada más que una anécdota más. La realidad que se respira por cada frase tiene ese poso de más crudeza que varios litros de sangre derramada por doquier.
Es verdad que enfoco la novela desde mi punto de vista, tengo que reconocer que existen muchos otros puntos de vista y el mío es, eso, un simple punto de vista.
Agustín Marquéz habla de un barrio, de la periferia o de las afueras, un ejemplo, en nuestro país hay muchos, de esas barriadas que acogieron al gran éxodo rural del siglo pasado y que terminaron en las grandes ciudades. En esos barrios, algunos más conflictivos que otros, se creó un microcosmos que se parecía mucho al de un pueblo cualquiera. Existía el loco, el borracho, el emigrante, el desesperado, el arribista, el yonqui, el camello y mucha chavalería, todo ello regado con cierto tono de desastre y derrota que el escritor refleja francamente bien. Puede que incluso recalque en demasía esa derrota humana que no es ajena a nadie, porque también podría existir la variante feliz de todo ese conglomerado humano, pero sin duda era más literaria esta regresión al recuerdo de un pasado que nunca fue tan mítico cuando sale de nuestra imaginación.
La vida vista por un chaval tiene ese punto, esa mirada crítica y a la vez adaptable a todo su entorno, a convivir en medio de descampados plagados de basuras y a carreteras mal señalizadas, a la desgracia y también a ese cariño incondicional que se consigue en los primeros estadios de la vida.
La novela tiene así ese punto nostálgico y amargo que a nadie es ajeno, a no ser que haya nacido entre sábanas de lino, claro está. Todo ello se matiza con una prosa intensa y sugerente, con algunas frases que recuerdan al realismo mágico y que siempre consiguen que el lector quede pensativo.
La obra transcurre a una velocidad endiablada, siempre con una sorpresa a la vuelta de la esquina y termina con ese cambio que se produce en los barrios y que se llama prosperidad y que no tiene porque ser esa panacea que todo político vende. De alguna forma ese cambio, en la mayoría de los casos para bien, trae un cambio en los usos y costumbres y por lo tanto una pérdida de viejos valores, esos valores de solidaridad y empatía que siempre tiene la pobreza y que provienen de una sociedad injusta y muchas veces cruel. Esos mecanismos sociales para hacer que la vida sea algo más soportable en un universo escasamente amable.
La novela me ha gustado, puede que se salga un poco del género que trabajamos, pero una mirada un tanto inquisitiva siempre nos permitirá encontrar algo de interés en el relato. La apuesta literaria me ha parecido atrevida e interesante, se lo recomiendo, ya verán como no les decepciona.
La última vez que fue ayer
Agustín MárquezCandaya
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