Una novela que arranca -según se cuenta en la sinopsis- con el asesinato de un hombre de nacionalidad francesa al que le han cosido los párpados con alambre no parece, a priori, acorde con mis gustos, pues presagia la presencia de un psicopático asesino en serie y ya sabéis, quienes conocéis mis gustos en novela criminal, que esos tipos no son santos de mi devoción.
Acometo no obstante su lectura y el autor me engancha de la pechera con un primer capítulo que se anuncia como algo sucedido veintidós años antes de la trama que se desarrollará luego a lo largo de algo más de quinientas páginas y que me retrotrae a esa infancia en la que, quien más quien menos, cometió alguna travesura de la que, según se hubieran dado las circunstancias, podría haberse arrepentido de por vida.
A continuación, salto en el tiempo para conocer a Álex Serra, subinspectora apartada del servicio por disparar a un compañero por la espalda y afectada por trastornos de ansiedad que será rescatada in extremis para investigar el asesinato del tipo citado anteriormente, cometido en una estación de esquí en construcción en un valle a caballo entre España, Andorra y Francia. Mujer de complicada personalidad -presume de su gusto por trabajar sola en una profesión en la que suele imperar el espíritu de equipo- que se verá obligada a colaborar con un teniente de la policía francesa, Jean Cassel, que ejerce de su perfecto complemento.
A partir de ahí, en capítulos breves -88 en total- que aportan vivacidad a la novela y que, a pesar de -o gracias a- una aparente desconexión entre ellos, avanzaremos sin descanso en una trama con multitud de personajes ambientada en un entorno sumamente cerrado y endogámico y que gira alrededor de una abandonada colonia industrial pirenaica con un pasado que, poco a poco, iremos conociendo.
Y entre todos esos personajes, siempre vinculados de un modo u otro a la colonia, una mujer, Raquel, presente tan solo a través de un diario que incluso podría funcionar como otra novela dentro de la novela y que resulta fundamental para que el lector, siempre por delante de los investigadores, comience a dar forma a una trágica historia.
Y el lobo, esa figura que tal vez podamos entender como mágica, onírica o simbólica y que Jordi Llobregat ha conseguido encajar a la perfección en un thriller en el que el lector no tardará en apreciar guiños a ciertas películas -ay, esa charla entre Clarice y Hannibal Lecter de El silencio de los corderos– o escenarios inolvidables -inevitable no pensar en el monasterio investigado hace varias décadas por un tal Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk.
No hay luz bajo la nieveJordi Llobregat Destino