Novela: «Una tumba sin nombre», de Javier Sagastiberri

Manu López Marañón

Con los dedos de una mano bastaría para reunir a los creadores de novelas policíacas que en estos tres años de reseñar me han despertado algún interés. Uno de ellos, sin dudar, es Javier Sagastiberri (San Sebastián, 1959), quien con Una tumba sin nombre pone punto final a su saga protagonizada por la suboficial Arantza Rentería y la oficial Itziar Elkoro, guipuzcoanas ambas y adscritas a la Unidad de Investigación Criminal de la Central de Erandio de la Ertzaintza, la policía vasca.

Dejó dicho Ovidio: «Tan lejos están mis obras de sonreírme que cuantas veces en ellas pongo mano, otras tantas me despecho. Cuando vuelvo a leer mis escritos me avergüenzo de haberlos compuesto, porque aun yo mismo que soy el autor creo que deberían suprimirse». A la pregunta de una periodista sobre qué sentía al escribir, el maestro Juan Rulfo, más escueto que el poeta latino, afirmó sin pensarlo: «Remordimientos».

Y es que, ¡cuántas novelas policiales –y sus correspondientes sagas– deberían haberse quedado en el cajón si sus pergeñadores conservaran un mínimo de autoexigencia!… Realmente, pocos remordimientos albergan quienes se empecinan, ¡sin fallar un año!, en entregar a la imprenta títulos con los que abastecer a esa masa igualmente carente de ambición (en su caso, lectora), pero, eso sí, ávida siempre de esta subliteratura sin asomo de arte narrativo y condenada al olvido tras un acomodo de temporada en las mesas de novedades.

Iniciada con El asesino de reinas (2016) e irrumpiendo con bríos en el desangelado panorama del noir vasco, esta tetralogía de Javier Sagastiberri ha ido creciendo en cada entrega. Si ya saludábamos en su día la penúltima novela de la colección, Un dios ciego, como «una buena investigación policial que admite una lectura más amplia que las propias de un género reduccionista», habrá que decir ahora que en Euskadi la Literatura (así, con mayúsculas) entra en este género –y cómo saben hacerlo los grandes– gracias a Una tumba sin nombre.

Olvidándose por una vez del aristocrático barrio de Neguri (su inagotable cantera para perfilar facinerosos de cuello blanco), el autor fija los ojos en el madrileño barrio de Salamanca, de donde procede la familia Compson, acaudalada estirpe con chalet en la sierra y casa de verano en Santander. El único heredero, Ernesto Compson, defraudando las expectativas maternas que soñaban con verlo ejerciendo de ingeniero, se licencia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense convirtiéndose poco después en uno de sus profesores. Coincidiendo con la última crisis del capitalismo y el 15 M, Ernesto lidera un movimiento de masas radical que va contra la sociedad entera.

Jason Compson, padre de Ernesto, reflotó a finales de los 60 la Papelera del Goierri y los relatos de sobremesa de aquellos años suyos pasados en Beasain (en los que se entrevé cómo algo terrible debió sucederle) influyen en su hijo a la hora de fundar, en ese mismo valle, La Comunidad de la Tierra. Agrupación anarco-comunista, pequeña y autosuficiente (son solo 24 personas incluyendo a 5 niños), sin líderes ni jerarquías, en ella se vive de la cría de animales, la agricultura e incluso de la recolección.

Ernesto Compson es el «hermano mayor». Aureliano Mestre y su mujer, la también profesora de Ciencias Políticas Carmen Forte, completan el equipo directivo de una comunidad a la que Aureliano se niega a denominar «secta», aunque los indicios que de ese lugar se van conociendo pronto indiquen lo contrario.

Cosido a puñaladas, Ernesto aparece muerto en una cabaña.

El jefe de la Unidad de Investigación Criminal, Xabier Arcelus, no duda en enviar a Itziar Elkoro, su mejor agente –aún en baja forma tras el impacto que le ha causado la muerte, en acto de servicio, de dos compañeros– al lugar de los hechos: ni más ni menos que el Goierri, tierra de origen de Arantza Rentería, desaparecida desde la sangrienta resolución del mismo caso que dejó tocada a Itziar –y que sustenta Un dios ciego–. Instalada en el mejor hotel de Beasain, una Itziar ya más motivada cuenta con el apoyo de la agente Idoia Lozano, eficiente joven con ganas de hacerse valer y agradar a su reputada jefa.

Al mismo tiempo que las investigaciones sobre el asesinato siguen su curso, Javier Sagastiberri intercala para sus asiduos lectores, con buen conocimiento de la estructura novelesca, la anhelada biografía de la suboficial Arantza Rentería, iniciándola desde que fue recogida, a los 8 años, por el padre Muniategi y entregada, poco después, a un matrimonio de total confianza para el párroco: sus amigos Juan Luis Rentería y Dolores Zerain, cuyos apellidos adopta la niña.

Los capítulos que desarrollan la vida de Arantza incluyen flashbacks que recogen, por ejemplo, sus años en el instituto de Beasain; su coqueteo con ETA; cómo aprueba selectividad; el pasado heroinómano de la joven, en Bilbao, adonde se había trasladado para estudiar Económicas; cómo con motivo de la inminente muerte del padre el cura convence a Arantza para que regrese al Goierri; la rehabilitación de la droga tras la muerte de su progenitor, y el posterior ingreso en la Ertzaintza:

«Una carrera adecuada para ella –dice el padre Muniategi– pues siempre me ha parecido que era no solo inteligente y aficionada a los misterios, sino provista de una idea de la justicia».

La aclaración de tres grandes incógnitas (saber dónde nació Arantza Rentería, quiénes fueron sus verdaderos padres y dónde pasó los primeros 8 años de su vida) viene bien dosificada por el autor a lo largo de los 32 capítulos de Una tumba sin nombre. En los últimos, haciendo gala de un cuajado talento, algo necesario para acongojar a cualquier lector maduro, despeja hasta el último resquicio de sombra.

La afición de Ernesto Compson (picha brava guaperas a lomos de su Harley Davidson) por acostarse con cuanta mujer del valle se le pusiera a tiro es pronto conocida por Itziar e Idoia. Tras un segundo crimen ambas agentes acabarán dando con el culpable, en una tensa resolución que no defraudará a tanto entregado lector de investigaciones.

Hay secundarios conseguidos como la madre de Ernesto, la muy aristocrática y muy ridícula Alejandra Abascal y Suárez de Colmenar (septuagenaria que recuerda a Dolores Aguirre), o el muy honesto y muy comprometido padre Muniategi (que nos desvela la trágica historia de amor entre una lugareña y Jason Compson, de trascendencia para penetrar en el largo túnel de Arantza Rentería).

La itinerante presencia, a modo de inquietante comparsa, de esos pastores negros –Artzai beltzak–, pueblo nómada, cuatrero y bandolero, anclado en un pasado remoto, que sigilosamente se mueve por el valle comunicándose a través de un euskera del siglo XVI (y que no acepta autoridad alguna fuera de su seno), aporta ese original toque mitológico que tan bien prepara el irreparable final.

«Solo amamos de verdad la gente como yo, la que es capaz de llevar su frenesí hasta el crimen más execrable. Solo eso es pasión, solo a eso puede denominarse amor».

NOTA: Me cuesta encontrar novelas sin fallos remarcables. En el caso de Una tumba sin nombre debo avisar que no arranca hasta el capítulo 9 (página 58). En efecto, los 8 primeros capítulos continúan desarrollando, como si tal cosa, episodios de la anterior obra –Un dios ciego– y ajustando cuentas con los culpables de las muertes de los agentes Iñigo Clemente y Jon Sarabia.

Nadie niega que debido a aquel doble crimen las existencias de Arantza e Itziar hayan dado un profundo giro, hasta el punto de hacer presentar a ésta su baja médica y a borrarse por completo del mapa a aquélla, pero pienso que todo ello quedaba explicado en la obra citada y que unas pinceladas de refuerzo relatando las posteriores muertes de los asesinos hubieran bastado.

Con este no declarado «prólogo», además, se corre el riesgo de que quien desconozca Un dios ciego se líe ahora con los acontecimientos que allí ocurrían y con tanto nombre desconocido, cerrando el libro antes de iniciarse aquello que realmente merece –y mucho– la pena: las tramas que conforman Una tumba sin nombre.

Una tumba sin nombre
Javier Sagastiberri
Erein

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