«Entre el espacio físico y la sociedad se generan sentimientos de identificación territorial que pueden ser apasionados, además de fuente de conflictos. La posesión del espacio, sentida como necesidad vital por las personas, ha servido de base a la geopolítica para emprender guerras de defensa o de conquista», Zarate, M. A y Rubio, M.T. (2005). Geografía humana (p. 5).
Esta es la sinopsis de la nueva novela de Carlos Bassas del Rey, editada por Harper Collins Ibérica:
“Las murallas ahogan la ciudad y las chimeneas llenan de humo sus cielos volviéndolos tan sucios, oscuros e irrespirables como sus calles, en las que se hacinan los trabajadores de las cada vez más numerosas fábricas junto a vagabundos, pedigüeños, pobres de solemnidad y algunos grupúsculos de delincuentes como «la Tinya», formada por huérfanos y ladronzuelos de poca monta que se dedican al hurto y al intercambio de todo tipo de información que pueda valerles un real. Miquel Expósito es uno de ellos.
Hasta que el cuerpo de Víctor, su mejor amigo, aparece abandonado en un callejón.
Ayudado por Andreu Vila, un gacetillero en horas bajas, y por los ilustres doctores Mata y Monlau, Miquel inicia entonces una investigación que le llevará a descubrir una extraña cadena de asesinatos que parecen obra de la misma mano y que guardan una peligrosa relación con varios de los industriales más poderosos de la ciudad… y el tráfico de esclavos a Cuba”.
Barcelona.
Sumergirte en esta novela supone adentrarte de lleno en las calles, edificios y costumbres de una ciudad hostil, bella pero sin alma, que en un intento vano de frenar el progreso y la igualdad social, esa por la que claman los desheredados y a la que se oponen los elegidos, se asfixia y agoniza detrás de sus murallas.
«Los elementos del paisaje urbano, el plano, la construcción o edificación y los usos del suelo, están sometidos a un constante cambio, aunque cada uno de ellos evoluciona a un ritmo diferente por razones concretas. Esta mutabilidad determina que podamos decir que el paisaje urbano no está terminado nunca; muy por el contrario, el paisaje de las ciudades es algo que constantemente se está haciendo y deshaciendo»,
Zarate, M. A y Rubio, M.T. (2005). Geografía humana (p. 23).
Al igual que los muros de Jericó fueron derribados por el sonido de las trompetas de los hebreos, las murallas de esa Barcelona insalubre acabaran cayendo, quien sabe si acompañadas por el sonido de las grallas catalanas.
Esquinas, recodos, edificios, tiendas, teatros… ¡Me ha superado la geografía urbana! Intentando seguir la toponimia de la Ciudad Condal perdía, una y otra vez, las idas y venidas de Miquel Expósito. La acción siempre iba dos calles por delante o una plaza por detrás.
Para evitar que mi atención se dispersara («mucho ojo y buena oreja, y lo que no tiene cuenta, se deja»), y en vez de trotar en paralelo a la línea argumental se fundiera en ella, hubiera necesitado que el plano de la página trece del libro se desplegara en un cómodo formato Din A3 que, al igual que una turista más que visita por primera vez una metrópoli cualquiera, me facilitará la ubicación y seguimiento de las andanzas de cada uno de los personajes. Eso o romper la cuarta pared de la novela para llegar hasta Miquel Expósito y ponerle un geolocalizador en las alpargatas.
Localista. Excluyente. La dificultad para seguir el rastro de la historia por los vericuetos de esa urbe que no conozco, y que a cada página deja constancia de su importancia en el conjunto, me ha dificultado seguir la historia.
Ni Enric, ni el Tigre de Cataluña, ni el supuesto destripador local: es Barcelona lo que me aterra.
Si ese era el objetivo del autor, lo ha conseguido con creces
Miquel Expósito.
Huérfano, diecisiete añitos, fiera. Capaz de sacrificar lo poco que, hasta ese momento, la vida le ha dado, por una única y abrasante pulsión de muerte que apenas entiende ni sabe cómo gestionar.
El personaje de este Oliver Twist catalán, empeñado en vengar el asesinato de Víctor (su amigo, su hermano), por su incapacidad para transmitirme sus dudas, su resentimiento, sus miedos y carecer, por ello, de la fuerza necesaria para calar en mi memoria lectora, se me ha desdibujado.
Reminiscencias.
No sé si es algo buscado a propósito por el autor, pero Cielos de plomo me ha traído a la memoria el recuerdo de novelas, series y alguna que otra obra pictórica.
El cuadro Lección de anatomía del Dr. Willen Van de Meer (1617) de Michiel Jansz, que trata de la autopsia en el arte:
«La sala me impresionó, no solo por su ceremonia, también por su magnitud (…) Se trataba de un espacio circular en cuyo centro se alzaba una gran mesa ovalada de mármol blanco. Alumnos y profesores se distribuían a su alrededor en varios graderíos (…) Buenos días, señores, hoy vamos a estudiar los misterios ocultos en el interior del vientre humano- pronunció Mata exhibiendo finalmente el cuerpo».
Niños abandonados a las puertas de conventos y hospicios. Huérfanos maltratados, solos. Raterillos de poca monta explotados por hombres sin escrúpulos. Pobreza, delincuencia y marginalidad. Cambiando las laberínticas calles de Londres por las de Barcelona, el universo dickensiano, narrado magistralmente en Oliver Twist, late en el fondo de Cielos de Plomo.
Único describiendo sensaciones táctiles, visuales, sonoras, olfativas y gustativas, Proust también tiene su homenaje en este novela («La llegada de la criada aligeró la tensión. Traía un plato repleto de melindros junto a la jarra de chocolate. Andreu mojó la punta de un bizcocho y se lo llevó a la boca. Decidí imitarle. La repentina mezcla de dulce y acre hizo que mi lengua, que toda la boca se me estremeciera de placer»).
La misma búsqueda que une a Miquel Expósito y a Larrea («Sentí una repentina oleada de solidaridad hacia aquel hombre. Ambos habíamos perdido un hermano, nos lo había arrebatado el mismo hombre, y lo único que lograría aplacar –si eso era posible- nuestra ira sería su muerte. Un sacrificio humano a los dioses de la venganza») los vincula a Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo.
Un episodio similar al que hizo que Alberto Guiteras no volviera a ser el mismo, hizo que el caníbal, negrero, brujo y demonio James Keziah Delaney, en la excelente serie Taboo, regresara al Londres de 1814 convertido en una persona diferente.
Pero si hay una novela cuyo peso se deja sentir con fuerza en Cielos de Plomo es Frankenstein o el moderno Prometeo de la escritora inglesa Mary Shelley (« ¿Conoces la historia de de Prometeo? (…) Zeus le ordenó que colmara de habilidades a los hombres. Tan solo debía respetar una norma: no entregarles el fuego. Pero Prometeo, enamorado de nuestra raza, desobedeció el dictado de su señor y fue condenado. Un águila acudiría a devorar su hígado todos los días, pero siendo Prometeo inmortal, la víscera volvía a crecerle, de modo que, al acabar la nueva jornada, el águila regresaba y se la devoraba de nuevo, ¿comprendes? – ¿Así que es eso? No eres más que un loco que juega a ser Dios»), cuya última adaptación para la televisión, bajo el título de Las crónicas de Frankenstein, sumerge al espectador en el Londres victoriano donde el inspector John Marlott (el siempre solvente Sean Bean) debe esclarecer el asesinato y desaparición de varios niños.
El autor.
Si hay algo que este libro (y otros antes que él como Soledad o Justo) me susurra al oído, es que Carlos Bassas, lector antes que escritor, es una persona cultivada, poco dado a la vanidad, gentil, educado, empático, sensible y de una curiosidad nunca suficientemente satisfecha.
Todo eso se refleja en lo que escribe y en como lo escribe.
Epílogo:
Por sus guiños a la ciudad (Cielos de plomo ganaría, sin problemas, el Oscar a la Mejor fotografía), a su historia y alguno que otro a la lengua catalana, esta novela hará las delicias de muchos lectores. Pero no ha sido mi caso.
No he sabido hacerla mía y la culpa, si es que existe, no es solo del escritor.
En este caso vamos “a pachas”.
Cielos de plomoCarlos Bassas del Rey Harper Collins